Cuando aun no se han cumplido los dieciséis años
-dieciséis años castos, todo lo serios que permite la adolescencia,
comprometidos en la prematura dificultad y sin regalos familiares a cambio de
las matriculas de honor del Instituto-, uno tiene derecho a imaginarse a la
Victoria con botas. Soy de la quinta del 44. Un martes -lo sé por esa intima
tradición casera que administran las madres- llegué a mi familia con las
primeras noticias de la implantación del Gobierno del general Primo de Rivera.
Un martes -lo sé gracias al ingenio del calendario perpetuo de mi agenda de
bolsillo -nos llegó a todos la primera certidumbre de la paz al mismo tiempo que
una juventud, la juventud que ronda la quinta del 44, nacía "tabula
rasa" para la Patria. Era el 28 de marzo de 1939. Por fin Madrid había
caído.
Todavía los
que desde Barcelona, a titulo de "evacuados” contemplábamos la Victoria,
no habíamos entrado de lleno en la nueva terminología de liberados y
liberadores. Apenas habíamos tenido tiempo de aprender el "Cara al
Sol" y poner en orden la tremenda gramática de la lucha civil. Sin
embargo, lo más seguro es que aquella mañana del martes primaveral, de mi primavera
número uno, yo andaba por los caminos del parque de la Ciudadela, no detrás de
una mariposa o de un nido de gorriones, sino entre un chico de Chamberí y otro
de Cuatro Caminos marcando el paso de instrucción de las anticipadas OO. JJ. (organizaciones juveniles) madrileñas, poniendo en un grito nuestros discretos zapatos de hijos de la
clase media.
(Parque de la Ciudadela, Barcelona)
Nos habían prometido botas, habían prometido
llevarnos a Madrid en cuanto Madrid cayese, como unos decían, o se liberase,
como decían otros. Por eso la Victoria, entre variaciones, medias vueltas,
vistas a la derecha, altos y "en su lugar descanso", entre el polvo
de los caminos de la Ciudadela, se nos aparecía sin figura, pero con unas botas
flamantes, con la dulce música de las tachuelas, con el maravilloso olor del cuero
engrasado. Nosotros veíamos a la Victoria con botas nuevas, botas de marcha
alegre y pacífica, botas recién estrenadas, mientras el suelo de España
retumbaba al paso de las botas veteranas, curtidas, gastadas de tanta caminata
victoriosa, de tanta triste retirada. Estábamos sencillamente contentos, como
chicos con calzado nuevo.
A los quince
años no se es nada; se vive de ilusiones elementales, de familiares
sugestiones, de breves herencias, del sueldo dominical y de pan con chocolate.
Íntimamente sólo teníamos entonces una convicción de importancia. En las
paredes quedaban todavía los jirones de un cartel acusador: "¿Y tú, qué
has fet per guañar la guerra?"' No
habíamos hecho nada, absolutamente nada. Pero ahora podemos decir que tampoco
hicimos nada, absolutamente nada, para que la guerra se perdiese.
Ni liberados
ni liberadores, ni vencedores ni vencidos, ni soldados ni cautivos, ni héroes
ni cobardes, ni tontos ni listos; sin uniforme, con nuestros trajecillos de
diario, íbamos y veníamos por la Ciudadela cantando –“Prietas las filas,
recias, marciales, nuestras escuadras van... "-, soñando con las botas
nuevas y procurando entender aquellas estrofas tan nuevas como las botas que
aun no habíamos estrenado: "... ya han florecido, rojas y frescas, las
rosas de mi haz”, “... la vida a España
dieron al morir; hoy, grande y libre, nace para mi”.
Algo nacía para nosotros, para aquella risueña
pandilla de "evacuados", colocados por estaturas; o ¿éramos nosotros
mismos los que nacíamos entonces sin pena ni gloria para recibir el magnífico
regalo preparado con tanta pena y con tanta gloria por nuestros hermanos
mayores? Nuestros hermanos mayores. Casi, todos contábamos con ellos. Era
importante tener hermanos mayores. Va a parecer una mentira infantil o una
mentira literaria; pero he de decir que yo tengo dos hermanos con lo menos diez
quintas de ventaja. Entonces sólo hablaba del de la 105 División, del que
estuvo mirando Madrid por las troneras de la Ciudad Universitaria, del alférez
de Teruel y del Ebro. Me callaba el "del otro lado", el del frente de
Asturias. Ya entendía las cosas con alguna suficiencia para darme cuenta de que
la explicación geográfica de la guerra no lo explicaba todo. Que debía respetar
de algún modo especial a aquellos chicos que, en vez de hermanos mayores,
tenían un brazalete negro en la chaquetilla escolar. Que muchos hermanos
mayores habían muerto con las botas puestas. Y que los chicos de España
teníamos que empezar a presumir de botas nuevas y de hermanos mayores de otra
manera más importante que la tradicional. Había que empezar en serio, a toda
prisa, porque ya estábamos entendiendo que aquel "¿Y tú qué has hecho?”
que entonces no iba con nosotros, al pasar tiempo podría convertirse en la más
grave acusación para nuestra conciencia. ¿Veis por qué necesitábamos
urgentemente las botas nuevas de la Victoria?
(Enrique, Álvaro y Vicente de Aguinaga en 1953)
Han pasado once años. El tiempo no da tregua. Para
la juventud que estrenó las botas de la Victoria el "¿Y tú que has
hecho?" resulta cada vez más importante. Hay que hacer en el taller, en la
Universidad, en las Leyes, en el
deporte, en los campos agrícolas, en los astilleros, en las fábricas, en los
laboratorios, en la Literatura, en el Arte, en los Sindicatos, en las
costumbres, en la Milicia, en la Técnica, en la Política, en la Ciencia, en la
Diplomacia, en las provincias y en Madrid, en la Administración, en el Amor.
Nuestra juventud tiene que hacer en toda la anchura de la Patria. ¿Seremos
capaces de olvidar la primavera número uno? "... hoy, grande y libre, nace
para mi". Nació para nosotros, para los que entonces teníamos la flor de
los quince años.
Para nuestros hermanos mayores el viejo cartel es
menos agresivo cada día. Unos lo hicieron todo, definitivamente todo. Otros,
los de buena voluntad, cada cual a su manera, hicieron lo suyo. Y siguen en la
brecha, esperándonos. La Patria es, como sabéis, una familia con dos hermanos
mayores y uno pequeño. Y, como ocurre en los cuentos, el hermano menor es el
que tiene la estrella de la fortuna, el que ha de darles a todos la Victoria completa
por la que tanto se esforzaron. Y yo digo: los hermanos pequeños hemos roto
muchas botas por esos campos y esos montes de España en los que el Frente de
Juventudes nos ha hecho hombres; pero las botas de la Victoria siguen fuertes y
enteras, con la dulce música de las tachuelas, con el maravilloso olor del
cuero engrasado.