domingo, 31 de diciembre de 2017

LA VICTORIA CON BOTAS (Enrique de Aguinaga. Abril de 1950)


Cuando aun no se han cumplido los dieciséis años -dieciséis años castos, todo lo serios que permite la adolescencia, comprometidos en la prematura dificultad y sin regalos familiares a cambio de las matriculas de honor del Instituto-, uno tiene derecho a imaginarse a la Victoria con botas. Soy de la quinta del 44. Un martes -lo sé por esa intima tradición casera que administran las madres- llegué a mi familia con las primeras noticias de la implantación del Gobierno del general Primo de Rivera. Un martes -lo sé gracias al ingenio del calendario perpetuo de mi agenda de bolsillo -nos llegó a todos la primera certidumbre de la paz al mismo tiempo que una juventud, la juventud que ronda la quinta del 44, nacía "tabula rasa" para la Patria. Era el 28 de marzo de 1939. Por fin Madrid había caído.

Todavía los que desde Barcelona, a titulo de "evacuados” contemplábamos la Victoria, no habíamos entrado de lleno en la nueva terminología de liberados y liberadores. Apenas habíamos tenido tiempo de aprender el "Cara al Sol" y poner en orden la tremenda gramática de la lucha civil. Sin embargo, lo más seguro es que aquella mañana del martes primaveral, de mi primavera número uno, yo andaba por los caminos del parque de la Ciudadela, no detrás de una mariposa o de un nido de gorriones, sino entre un chico de Chamberí y otro de Cuatro Caminos marcando el paso de instrucción de las anticipadas OO. JJ. (organizaciones juveniles) madrileñas, poniendo en un grito nuestros discretos zapatos de hijos de la clase media.


(Parque de la Ciudadela, Barcelona)


 Nos habían prometido botas, habían prometido llevarnos a Madrid en cuanto Madrid cayese, como unos decían, o se liberase, como decían otros. Por eso la Victoria, entre variaciones, medias vueltas, vistas a la derecha, altos y "en su lugar descanso", entre el polvo de los caminos de la Ciudadela, se nos aparecía sin figura, pero con unas botas flamantes, con la dulce música de las tachuelas, con el maravilloso olor del cuero engrasado. Nosotros veíamos a la Victoria con botas nuevas, botas de marcha alegre y pacífica, botas recién estrenadas, mientras el suelo de España retumbaba al paso de las botas veteranas, curtidas, gastadas de tanta caminata victoriosa, de tanta triste retirada. Estábamos sencillamente contentos, como chicos con calzado nuevo.

A los quince años no se es nada; se vive de ilusiones elementales, de familiares sugestiones, de breves herencias, del sueldo dominical y de pan con chocolate. Íntimamente sólo teníamos entonces una convicción de importancia. En las paredes quedaban todavía los jirones de un cartel acusador: "¿Y tú, qué has fet per guañar la guerra?"'  No habíamos hecho nada, absolutamente nada. Pero ahora podemos decir que tampoco hicimos nada, absolutamente nada, para que la guerra se perdiese.

Ni liberados ni liberadores, ni vencedores ni vencidos, ni soldados ni cautivos, ni héroes ni cobardes, ni tontos ni listos; sin uniforme, con nuestros trajecillos de diario, íbamos y veníamos por la Ciudadela cantando –“Prietas las filas, recias, marciales, nuestras escuadras van... "-, soñando con las botas nuevas y procurando entender aquellas estrofas tan nuevas como las botas que aun no habíamos estrenado: "... ya han florecido, rojas y frescas, las rosas de mi  haz”, “... la vida a España dieron al morir; hoy, grande y libre, nace para mi”.

Algo nacía para nosotros, para aquella risueña pandilla de "evacuados", colocados por estaturas; o ¿éramos nosotros mismos los que nacíamos entonces sin pena ni gloria para recibir el magnífico regalo preparado con tanta pena y con tanta gloria por nuestros hermanos mayores? Nuestros hermanos mayores. Casi, todos contábamos con ellos. Era importante tener hermanos mayores. Va a parecer una mentira infantil o una mentira literaria; pero he de decir que yo tengo dos hermanos con lo menos diez quintas de ventaja. Entonces sólo hablaba del de la 105 División, del que estuvo mirando Madrid por las troneras de la Ciudad Universitaria, del alférez de Teruel y del Ebro. Me callaba el "del otro lado", el del frente de Asturias. Ya entendía las cosas con alguna suficiencia para darme cuenta de que la explicación geográfica de la guerra no lo explicaba todo. Que debía respetar de algún modo especial a aquellos chicos que, en vez de hermanos mayores, tenían un brazalete negro en la chaquetilla escolar. Que muchos hermanos mayores habían muerto con las botas puestas. Y que los chicos de España teníamos que empezar a presumir de botas nuevas y de hermanos mayores de otra manera más importante que la tradicional. Había que empezar en serio, a toda prisa, porque ya estábamos entendiendo que aquel "¿Y tú qué has hecho?” que entonces no iba con nosotros, al pasar tiempo podría convertirse en la más grave acusación para nuestra conciencia. ¿Veis por qué necesitábamos urgentemente las botas nuevas de la Victoria?


(Enrique, Álvaro y Vicente de Aguinaga en 1953)


Han pasado once años. El tiempo no da tregua. Para la juventud que estrenó las botas de la Victoria el "¿Y tú que has hecho?" resulta cada vez más importante. Hay que hacer en el taller, en la Universidad,  en las Leyes, en el deporte, en los campos agrícolas, en los astilleros, en las fábricas, en los laboratorios, en la Literatura, en el Arte, en los Sindicatos, en las costumbres, en la Milicia, en la Técnica, en la Política, en la Ciencia, en la Diplomacia, en las provincias y en Madrid, en la Administración, en el Amor. Nuestra juventud tiene que hacer en toda la anchura de la Patria. ¿Seremos capaces de olvidar la primavera número uno? "... hoy, grande y libre, nace para mi". Nació para nosotros, para los que entonces teníamos la flor de los quince años.

Para nuestros hermanos mayores el viejo cartel es menos agresivo cada día. Unos lo hicieron todo, definitivamente todo. Otros, los de buena voluntad, cada cual a su manera, hicieron lo suyo. Y siguen en la brecha, esperándonos. La Patria es, como sabéis, una familia con dos hermanos mayores y uno pequeño. Y, como ocurre en los cuentos, el hermano menor es el que tiene la estrella de la fortuna, el que ha de darles a todos la Victoria completa por la que tanto se esforzaron. Y yo digo: los hermanos pequeños hemos roto muchas botas por esos campos y esos montes de España en los que el Frente de Juventudes nos ha hecho hombres; pero las botas de la Victoria siguen fuertes y enteras, con la dulce música de las tachuelas, con el maravilloso olor del cuero engrasado.


 Artículo publicado en el diario Arriba el 1 de Abril de 1950.

Nota del autor reproducida en sus tarjetas de felicitación navideñas de cada año: Álvaro y Vicente de Aguinaga combatieron en la Guerra Civil, enfrentados, como alférez provisional y capitán de milicias, respectivamente, en el mismo frente galaico-astur. Terminada la Guerra, Álvaro siguió la carrera militar. Terminada la batalla del Norte, Vicente fue prisionero, condenado a reclusión perpetua, conmutada por tres años de prisión menor, que se cumplieron en 1943. Circunstancias providenciales determinaron no sólo que los restos de ambos hermanos estén enterrados en el mismo nicho del cementerio de Ceares (Gijón), sino, también, reducidos en una misma caja donde se confunden en símbolo familiar de reconciliación familiar.

Texto por cortesía de Emilio Álvarez.

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