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Decía el catedrático ovetense José María Martínez Cachero, que la
mejor novela que se escribió en la zona nacional, durante la guerra civil,
había sido «sin duda Madrid de corte a
checa, de Agustín de Foxá». En 1993 volvería a salir una nueva edición que
fue acogida favorablemente por la crítica, aunque no faltó quien como Ignacio
Camacho en Diario 16 critica al
editor Lara por haberla reeditado, a la vez, cómo no, que también critica a su
autor porque para él «el fascismo español no fue políticamente fecundo ni
intelectualmente brillante». Independientemente de lo que este intruso de la
crítica literaria entendía por fascismo decir,
por ejemplo, que Cela (Premio Nobel), Lain Entralgo, Torrente Ballester, Luis
Rosales, Gerardo Diego, Josep Pla, Manuel Machado, Azorín, y un larguísimo etc., no eran intelectualmente brillantes
es, sencillamente, no tener ni idea de lo que se escribe.
Foxá
nació en Madrid el 28 de febrero de 1906 cuando era Miércoles de Ceniza y como
él mismo decía, «entre mascarones y una charanga que tocó la Marcha real, lo que mi padre consideró
de muy buen augurio». Cursó sus estudios de bachiller en el colegio de los
Marianistas donde escribió versos en un periódico que hacían los propios
estudiantes que se llamaba De todo un
poco, y en donde publicaría un romance dedicado al Cid, que sería su primer
trabajo que vería luz en un folleto. Después hizo Derecho, en la Universidad de
Madrid, y, una vez finalizado los estudios universitarios, opositó al Cuerpo
diplomático, desempeñando su primer cargo en la Legación de Bucarest en 1930.
Siguieron Sofía y Budapest y a continuación un ascenso a secretario de embajada
que estrenó en Roma. Después vendrían otros destinos en Europa,-América, y su
última misión diplomática sería Filipinas
Su
amistad y admiración por José Antonio Primo de Rivera le llevó a ser uno de los
poetas que, junto con Pedro Mourlane Michelena, Rafael Sánchez Mazas, José
María Alfaro, Dionisio Ridruejo, el propio José Antonio, la colaboración de
Luis Bolarque y del maestro Juan Tellería, compondrían el himno falangista Cara al sol. Todo comenzó durante una
cena en el restaurante vasco «Or-Kompón» situado en la calle madrileña Miguel
Moya. Era el cuatro de diciembre del año 1935 y años después César Vidal, autor
de un libro nada favorable a José Antonio, llegó a escribir que «no deja de ser
curioso que los versos más conseguidos se debieran no a literatos como Foxá o
Alfaro sino precisamente a José Antonio».
Foxá
recuerda por primera vez a José Antonio volviendo de Segovia. Probablemente los
dos habían coincidido en La Granja en casa de Marichu de la Mora, donde también
estaba la poetisa Ernestina de Champurcín y Dionisio Ridruejo. Era una velada
literaria y Foxá hizo entrega a la dueña de la casa de uno de los primeros
ejemplares de La niña del caracol que
acababa de publicar. «Aquella tarde –dice Riduejo–, oí por primera vez el
conocido y algo proustiano Coche de
caballos de Foxá, en la mejor vena de su línea neorromántica. José Antonio,
quizá para animarme, me advirtió sobre los riesgos de contagio de aquella
manera reminiscente de Foxá». Lo vería por última vez en la cárcel de Madrid y
después le conmovió su testamento y la carta que le escribió a Rafael Sánchez
Mazas: «…Te confieso que me horripila morir fulminado por el trallazo de las
balas, bajo el sol triste de los fusilamientos, frente a caras desconocidas y
haciendo una macabra pirueta. Quisiera haber muerto despacio, en casa y cama
propia rodeado de caras familiares y respirando un aroma religioso de
sacramentos y recomendaciones del alma; es decir, con todo el rito y la ternura
de la muerte tradicional. Pero esto no se elige…».
El
poeta diplomático, dedica varias páginas a José
Antonio: el amigo, en sus recuerdos, donde, entre otras cosas escribe: «José Antonio transformó en amor aquel
simple deseo. Porque entendía el alma metafísica de su país y su segura
vocación de Imperio. Por eso, desdeñando el viento amorfo de la gaita
quejumbrosa de añoranzas (¡oh!, morriñas de prados y ríos, sardanas y aurrescos
regionalistas, que desembocaron en la sangre fratricida de los separatismos),
él opuso las cuerdas contadas de la lira y definió genialmente a la Paria como
a una unidad de destino. Porque el prado nativo se agosta y se seca el arroyo
de nuestra niñez, pero dos y dos seguirán sumando cuatro, como desde el
principio del mundo».
La Guerra Civil le coge en Madrid y a punto estuvo de ser
fusilado cuando unos rojos querían llevarlo a la Casa de Campo para terminar con
él. Su pasaporte diplomático, era en ese momento cónsul de España en Bombay, le
salvó la vida. «Bueno, vámonos, dijo uno de ellos, de poco nos cargamos a un
indio». Efectivamente, antes del 18 de julio el Gobierno de la República le
había destinado a Bombay y después lo dejaron «en comisión» en el Ministerio.
Al encontrarse en grave peligro, ya que constantemente se veía obligado a
cambiar de domicilio, convenció al ministro para que lo dejara marchar a su
puesto donde serviría mejor a la República, porque obviamente no había
presentado su dimisión pues de haberlo hecho hubiera significado una muerte
segura.
Al fin
lo trasladan a Bucarest.
Sin
poder precisar la fecha exacta, llega a Burgos a últimos de 1936 y al poco
tiempo comienza a escribir su novela Madrid
de corte a checa que finalizó en Salamanca en septiembre de 1937. En abril
de 1938 se publica editada por «Ediciones Jerarquía», cuya edición se agota
enseguida. Muy pronto habría una segunda, corregida y aumentada, editada en San
Sebastián por la «Librería Internacional». Desde su incorporación a la zona
nacional, colabora en la revista Jerarquía
dirigida por el sacerdote Fermín Izurdiaga. También aparecen sus
colaboraciones en el periódico Arriba
España, de Pamplona, donde en un artículo publicado el 4 de agosto de 1937
dedicado a Salvador de Madariaga, termina con estas duras palabras: «La Nueva
España, afirmativa, ofensiva, violenta, respeta mil veces más a los rojos que
nos combaten cara a cara, que a ti, pálido desertor de las dos Españas, híbrido
como las mulas, infecundo y miserable».
El 8
de noviembre de 1958, desde Manila, escribe a su padres: «Estoy desolado, solo.
La horrenda enfermedad que desde hace cinco años me destruye, aunque amenguada,
no ceja. Te aseguro que soy uno de los seres que está soportando al máximo el
martirio… No me interesa nada de nada. Estoy muerto. Ni escribo. Ha sido y es,
una horrenda tragedia». Regresa gravemente enfermo a España a mediados de junio
de 1959 y fallece el día 30 del mismo mes en Madrid. Entre sus últimos
manuscritos apareció este hermoso poema titulado Melancolía del desaparecer:
Y pensar que después que yo me muera
aún surgirán mañanas luminosas,
que bajo un cielo azul, la primavera,
indiferente a mi mansión postrera,
encarnará en la seda de las rosas.
Y pensar que, desnuda, azul, lasciva,
sobre mis huesos danzará la vida,
y que habrá nuevos cielos de escarlata,
bañados por la luz del sol poniente
y noches llenas de esa luz de plata,
que inundaban mi vieja serenata,
cuando aún cantaba Dios, bajo mi frente.
Y pensar que no puedo en mi egoísmo
llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja;
que he de marchar, yo solo hacia el abismo,
y que la luna brillará lo mismo
y ya no la veré desde mi caja.
-*- La Gaceta de la Fundación José Antonio es una publicación electrónica dirigida por Emilio Álvarez Frías.
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