martes, 20 de noviembre de 2018

LAS RAZONES DE UNA PRESENCIA (Manuel Parra en Desde la Puerta del Sol)

Muchos se preguntan qué tendrá la figura de José Antonio Primo de Rivera para que, a los ochenta y dos años de su muerte, siga atrayendo la atención de los historiadores, de los novelistas, de los pensadores y, aun, la de los políticos, aunque sea para vituperar su recuerdo; sea como sea, existe una gran diferencia entre este interés por mantenerlo presente con el de otras personajes históricos de su momento, cuyas referencias son anecdóticas.



Hay respuestas para todos los gustos, y, como no me es dado interpretarlos, voy a dar mis razones personales y que espero, en poca o mucha medida, sean transferibles a algunos lectores. La primera es que ha adquirido la condición de clásico, y, como dijo Juan Ramón Jiménez, clásico, es decir, actual, es decir, moderno. Eso no quiere decir que, como a todos los clásicos, haya que traerlo a nuestros días, al modo como el maestro Azorín ejerce sobre los autores literarios.
Sin desmerecer los motivos de otros, muchos de los cuales comparto, me centraré en otras dos razones particulares: la primera la centro en la autenticidad, rasgo tan difícil de emular en estos aparatosos y esperpénticos momentos de la política, y la segunda en su significación metapolítica. Y todavía añadiré una tercera, más difícil de explicar, y que consiste en que la lectura de sus textos me provoca una facultad de adivinación. Vayamos por partes.
José Antonio fue un hombre consecuente, tanto en su comportamiento y actitudes como en la elaboración de sus planteamientos políticos. Sus tanteos, sus dudas, su ironía, son propias de una labor inte-lectual de búsqueda; esto hace que su pensamiento vaya tanto evolucionando como agregando, en feliz expresión de Francisco Torres García. Un pensador nunca da por finiquitadas y completadas sus teorías, pues cada día adquiere nuevos elementos que rectifiquen lo anterior, lo confirmen, lo refuten o, sencillamente, se sumen a intuiciones pretéritas; de ahí la cierta distancia con alguno de sus seguidores, que daban por definitivo lo que acaso no lo era. Si observamos al José Antonio desde los primeros años 30, el de la defensa paterna en el seno de la UMN, luego, al de la admiración por los logros de Mussolini, también al de la radicalización en lo social por influjo jonsista, hasta el de las conclusiones a las que llega en los últimos meses antes de su fusilamiento, podemos constatar que, sin desdecirse ni alterar sus ideas sobre lo esencial, madura consecuentemente. Es, pues, consecuente en lo intelectual, como también lo será ante la terrible circunstancia de una muerte anunciada en un joven de 33 años que tenía toda una prometedora vida por delante. La lectura de su testamento sigue siendo una muestra de elegancia ante la vida y ante la muerte.
En segundo lugar, cada día estoy más convencido de que existe una interpretación española del hombre y de la vida, que se ha ido pasmando y actualizando a lo largo de la historia por la acción de las minorías que han calado en la entraña de una parte sustantiva de la sociedad; esa actualización constante –con sus correspondientes retrocesos, revisiones y altibajos–, fue efectuada por los maestros más preclaros en cada circunstancia de España; cuando llegamos a la tercera generación del siglo XX, corresponde precisamente a José Antonio ejercer ese papel: convertir en acto todo un planteamiento potencial de la esenia de España y convertirla en doctrina política.
Y ahora llegamos a mi tercera razón, que no depende tanto de su figura, que quedó en el pasado, como de su influjo en los españoles de hoy; aquella tarea que llevó a cabo en tiempos más convulsos que los nuestros debe despertar en nosotros una tremenda dosis de adivinación: qué hubiera dicho de hallarse en nuestra circunstancia y no en la suya.
Evidentemente, es muy difícil el reto, y en él caben las posibles equivocaciones y las mayores discrepancias. Lo que de ningún modo es válido es aventurar sobre lo que pudo haber sido y no fue, porque la historia siempre se escribe de una sola manera y no admite viajes al pasado, al modo de la ciencia-ficción.
Partiendo del fundamento de lo esencial de su pensamiento sobre el sentido espiritual y trascendente de la vida, sobre el hombre como persona, sobre la patria como medio para lograr la armonía entre el ser humano y su entorno, sobre la irrevocable empresa de unidad de las patrias con el pleno reconocimiento de la variedad, sobre la valoración del trabajo como aportación humana y del capital y la técnica como aportaciones instrumentales, sobre la necesidad de autentificar la participación del ciudadano en su res pública…, se nos abre todo un mundo de posibilidades que debemos inventar para el mundo de hoy.
No se trata, pues, de rebuscar en sus textos recetas más o menos acomodables, y ahí estriba la dificultad, sino de estilo a la hora de emplearse a la tarea, pues lo que permanece es precisamente esa manera de ser joseantoniana, que se manifiesta en algunos de nosotros, de manera consciente o inconsciente en cada hecho y en cada palabra.
Un estilo o modo de ser que no admite normas escritas o dictadas, sino una Norma moral que –digámoslo poéticamente– viene quizás marcada por esa línea más corta entre dos puntos que es la que pasa por las estrellas.

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