sábado, 26 de enero de 2019

DESDE MÉXICO, EN DEFENSA DE JOSÉ ANTONIO (JOSÉ MAURO GONZÁLEZ-LUNA MENDOZA)


Dos hechos orillan a hablar sobre España en estos días de verano: el derribo en Vizcaya de una Cruz de piedra levantada en la postguerra civil, y la pretensión de algunos de horadar tumbas en el Valle de los Caídos. El desprecio de tradición e historia es característico de países decrépitos dice Ortega y Gasset, de tiempos de cobardía, de naufragio de la virilidad.


(José Mauro González-Luna)

José Vasconcelos dijo alguna vez que en última instancia las Patrias se refugian en la conciencia del último hombre honrado capaz de mantener en pie su protesta. También se podría decir, en la memoria de quien heroicamente defiende y asume los valores específicos, eternos, intangibles de su pueblo –dignidad humana, libertad e integridad–, sin los cuales se desintegra y muere una nación.
José Antonio Primo de Rivera es en España ese último hombre. Espíritu selecto, un caballero, personalidad de atalaya medida por el grado de sufrimiento ante una España invertebrada y triste. Él ya contaba con que la ingratitud, la injusticia, la incomprensión y el olvido «serían su galardón, y los aceptó abnegadamente».


(José Antonio Primo de Rivera)

En realidad, los fanáticos de derechas y de izquierdas, de hoy y de ayer, no comprendieron su programa porque era profundamente cristiano, porque no lo quisieron conocer o porque sus mentes eran y son de corto alcance. Lo calumniaron, lo difamaron ubicándolo en casilleros falsos para desprestigiar su memoria, suerte común de grandes espíritus.
Hilaire Belloc dio en el blanco en diciendo que al hombre de bien lo detesta el mundo: Madero, muerto, González Flores –mártir cristero– muerto, Juana de Arco, muerta, María Estuardo, muerta, Tomás Moro, muerto, José Antonio, muerto cara al sol.
Cuando fragua la vida en el preciso momento de la muerte se conoce la altura humana. José Antonio en cuyo nombre está todo el hombre, dio testimonio de serenidad y nobleza ante el piquete que le canceló la vida, con palabras de bien, nunca jactanciosas, pues el morir joven es triste aún para los héroes.
En los 27 puntos doctrinarios de FE (Falange Española), número imperial elegido por relieves del Arco Benevento con la visión política de Trajano, emperador español, trazó en un noviembre del ‘34, junto con otros grandes, el programa político para la reconstrucción de la riqueza y gloria de España. Consideraba repulsiva, por elemental sentido histórico y cultural, toda conspiración contra la unidad por lo que los separatismos eran un crimen imperdonable.
Concebía una Patria, un Estado nacional, fuerte, con «sentido de catolicidad», de todos, es decir, totalizador en la acepción joseantoniana de que en el mismo todos cabían sin excepción, en el que individuos, clases y grupos participarían a través del desempeño de las funciones de la familia, el municipio y el sindicato, y donde se rendiría tributo, el más alto, a la dignidad humana y a la libertad, en contraste con el concepto del totalitarismo excluyente de los colectivismos neopaganos de izquierda y derecha que no les rendían tributo, sino que al contrario, las aniquilaban con su lucha de clases fundada en el odio y la supuesta pureza racial.
Su idea de representación era por tanto de índole orgánica y cohesionadora, frente a la artificial, mecánica y desintegradora del parlamentarismo liberal. En la suya, eran las familias, los campesinos, los obreros, los profesionistas, los sindicatos, quienes encarnaban tal representación, en tanto en la de signo liberal era asumida por los partidos tras los cuales latían mezquinos intereses de facción.
Frente a la lucha de clases del materialismo marxista y al egoísmo de la derecha capitalista, se levanta la convocatoria de FE a una «cooperación animosa y fraterna». Quería José Antonio devolverle a la Patria su grandeza, apelando a las virtudes heroicas y a la justicia social para que España toda compartiera el pan con el pueblo entonces hambriento.
Los marxistas encasillaron a FE en el fascismo, sin distingos ni matices de tiempo y circunstancia. Tal sistema era un ensayo de curso corriente en la Europa posterior a la Gran Guerra. En los días de José Antonio, ese «ismo» no tenía el carácter infamante que después adquirió. Pero además en su momento, José Antonio dejó en claro el asunto al asentar: «mienten quienes anuncian a los obreros una tiranía fascista». No podía serlo al enarbolar la Falange los valores eternos e intangibles de la dignidad, concordia y libertad humanas, del sentido nacional en contraste con el de la internacional, y de catolicidad frente al del ateísmo.
El comunismo soviético, el nazismo alemán así como el fascismo italiano, eran totalitarios en el específico sentido filosófico y de praxis política: el de la subordinación absoluta de cada persona humana al Estado entendido como substancia, como el todo, en franca derrota de la dignidad humana. Tres sistemas políticos colectivistas tributarios del materialismo con sus atroces consecuencias para la libertad. ¡Qué contraste con los 27 puntos de Falange, henchidos de espíritu y fraternidad, rindiendo como afirmara José Antonio, el máximo tributo a dicha dignidad!
Y sin embargo, en esa época de principios de los años treinta del siglo pasado, no se anticipaba el desenlace siniestro de las políticas instrumentadas posteriormente en Alemania, la URSS e Italia, a raíz de la Segunda Guerra Mundial. Incluso el cardenismo en México emulaba en gran parte el corporativismo del sistema del partido de la Italia de ese tiempo, y Stalin hacía pactos con el gobierno nacionalsocialista que surgía democráticamente en la Alemania del 33, antes de aliarse con el Occidente libre para ruina después de ese mismo Occidente.
Fue la suya, la de José Antonio, obra original de filosofía política con sus propias definiciones de los conceptos de su discurso con aire de milicia, fruto de la síntesis de su genio: traducida su doctrina a hechos concretos en defensa de España, primero a través de la crítica y del grito de «presente» con que se saludaba a los caídos, y luego por necesidad, mediante los puños y las pistolas y con la verdad eterna de su catolicismo social. Había que arrancar del cuello español, la garra asesina del marxismo, con Stalin a la cabeza cual Medusa, y con el Lenin español Largo Caballero al lado, como peón de estribo del genocida.
El marxismo soviético tanto como el materialismo racial alemán, fueron dos sistemas genocidas, con sus campos de concentración y sus gulags, donde se asesinaron a millones de seres humanos, inocentes e indefensos. Dos inmensos lodazales de sangre que anticiparon el infierno. Dos formas de odio a la cultura judeo-cristiana y a sus valores.
La izquierda asesinaba impunemente, a carcajadas y muchas veces por la espalda, a los jóvenes falangistas para luego ya caídos, ultrajar sus cuerpos inertes orinándose en ellos, en obediencia ciega a los amos soviéticos que se esforzaban por doblegar a España para tragársela e incorporarla a su tiranía. Por ello, llegó el momento de la defensa legítima contra tales crímenes, contra tales odios, contra tales insultos.
Por otro lado, repudiaba la Falange el sistema capitalista que se desentiende de las necesidades del pueblo, deshumaniza la propiedad privada y aglomera a los trabajadores en masas propicias a la miseria. Censuraba a los partidos por fragmentar, por ir contra el sentido de unidad. Concebía a España en lo económico como un gigantesco sindicato de productores.
Cabe señalar que tampoco era monárquico, pues consideraba que la grandeza de la Monarquía, la imperial, había concluido con Felipe II, y la otra ya no respondía a los nuevos tiempos que exigían por la penuria moral y material de España, el heroísmo de Falange Española, una «revolución de lo eterno» que es lo contrario de la otra revolución, la de los neopaganos, liberales o marxistas.
Su sentido espiritual y nacional, hizo que también repudiara el marxismo que descarriaba a las clases laboriosas. Fue amigo de los obreros, de los pobres, de los campesinos. Indalecio Prieto del Partido Socialista, encomiaba en su tiempo la personalidad de José Antonio.
Unamuno quien conoció y escuchó la palabra de José Antonio, dijo de él: «uno de los cerebros más privilegiados de Europa», a raíz de su asesinato por los comunistas españoles en Alicante, el 20 de noviembre de 1936, en los albores de la guerra civil. Diego Abad de Santillana, anarquista: «patriotas como él no son un peligro, ni siquiera en las filas enemigas».
Contemplaba, sentía y le dolía una España injusta, pobre, escuálida. «Amamos a España porque no nos gusta» había dicho Unamuno. Su plan agrario era más radical que el del Partido Comunista Español. Defendía la tendencia a la nacionalización de los servicios del crédito para proteger de los abusos del gran capital financiero a la propiedad privada como medio lícito para cumplir fines individuales, familiares y sociales –propiedades comunales frente a latifundios desperdiciados y minifundios antieconómicos–.
Brillaba él como estrella en medio de una desoladora mediocridad política: no quería ver a partir del primer tercio del siglo xx, una prolongación del xix, como de hecho sucedió a la postre por su ausencia, por su muerte en la flor de la vida, a los 33 años. Atisbaba una España nueva, alegre, y que sólo los genios configuran en una síntesis de tradición y cambio. Estuvo siempre en búsqueda de la fórmula política idónea y original, apropiándose de lo valioso de cada sistema y descartando lo falso de cada uno.
Todos los grandes forjadores de la historia lo han hecho: han buscado el ideal sin despreciar nada de lo que pudiera arrojar alguna luz. Anacleto González Flores, líder intelectual y mártir cristero asesinado en México por el callismo en 1926 al comienzo de la Guerra Cristera, apelaba a lo mejor de Aristóteles con su ética de la práctica de las virtudes como ejes de la vida humana plena, no obstante su ceguera ante la esclavitud y el papel de la mujer, a lo noble de Nietzsche, en otros aspectos, el anticristo.
José Antonio fue el mayor tribuno de Europa, sin cuya muerte el terror no habría sobrevenido en aquella época convulsa, como lo menciona Ortega y Gasset en su Tríptico. Y hablando de Ortega, José Antonio tuvo fuerte influencia de él y su España Invertebrada. También de Miguel de Unamuno y su Sentimiento Trágico de la Vida, tan español. Sentido heroico de unidad nacional y de destino universal, como rocas sobre las que se hace perdurar un pueblo.
Enemigo de la funesta ideología sensualista desprendida de la realidad, del ginebrino Juan Jacobo, padre que despreció a sus propios hijos y padre de la tiranía de las mayorías a las que debían manipular unos pocos pícaros, lo de hoy y antaño; teórico de la democracia liberal, cuya filosofía es dudar de todo, incluso de la conveniencia de su existencia política misma, como alguien sabio dijo alguna vez no sin sarcasmo y que equivale en la práctica, salvo excepciones insulares, a un nauseabundo escamoteo de números.
Hoy el clamoreo de los mediocres y de los beatos de toda índole, de los tenderos de izquierda y derecha, cae en el vacío porque los grandes espíritus, los vivos y los muertos, son capaces de soportarlo todo, a veces en silencio, como Cristo ante el gran Inquisidor.
Son esos mediocres cortos de vista y filisteos, los que siempre han pretendido destruir la difícil unidad lograda a lo largo de los siglos por los que aman a España, desde Don Pelayo y el Cid pasando por Isabel de Castilla y Fernando y la reconquista de Granada, hasta el César Carlos V y Felipe II. Esa unidad es la que defendía José Antonio hasta el martirio en Alicante. La unidad de historia y destino compartidos en la diversidad genera grandezas; la desunión, decadencias.
España y mi patria mexicana, hija como tantas, del mestizaje de españoles y de indígenas, hecho cultural objetivo cuyo desconocimiento por los adversarios de la Fe Católica y su tradición cultural, ha impedido la conciencia plena de identidad nacional, son irrevocables. España no es de nadie en particular, menos podía serlo de los soviéticos de entonces, de los envidiosos de la personalidad de José Antonio, única por su genio, nobleza, generosidad y valentía.
Pertenece José Antonio a la legión de héroes que han resistido y combatido a los enemigos del bien y la verdad; pertenece a las víctimas de la historia encabezadas por el Nazareno de 33 años, y de las que hablara encomiablemente el último Horkheimer, el anhelante de justicia.
A España la amamos porque nos enseñó el castellano que entraña una filosofía de la vida y nos trajo la Fe católica, y porque a diferencia del puritano de Inglaterra que arrojó a la mujer indígena en reservaciones, despreciándola, el español la abrazó para fundar una nación –Paz se equivoca en su Laberinto anticipado en varios de sus temas por el filósofo Samuel Ramos– al desnaturalizar por influencia protestante, el sentido de tal encuentro, encuentro creador de un pueblo nuevo que recuerda el rapto de las Sabinas, fundador de Roma.
Hoy en plena época decrépita, de enanismo político, ningún partido español parece representar siquiera mínimamente los valores intangibles de la España anhelada para el porvenir por José Antonio. Muestra ella síntomas del vértigo de los derrumbes, de las desbandadas, de las ingratitudes al pretender horadar la tumba de José Antonio en el Valle de los Caídos para descargar los restos en cualquier fosa, como lo hicieron los fanáticos de la Francia del odio y del terror con la profanación de la tumba de San Luis, el cruzado, hijo de Blanca de Castilla, el patrono de Francia con Juana de Arco.
Y al igual que el resto de Europa, practica España el vicio de darle la espalda al espíritu que le dio vida, a la cultura cristiana que se dilató victoriosa a partir del siglo xi medieval, y que formó el Occidente civilizado y su forma de vida, siempre en tensión, en trance de superación o aniquilamiento.
Tumbar Cruces y gritar la Internacional, trabajo y aullido de tribu. Ojalá que pronto resurja en España el espíritu joseantoniano adaptado a estos tiempos, que por ser materialistas, auguran paradójicamente renacimientos morales, según Max Scheler en su Sociología del Saber. El porvenir español exigiría una moral abierta a la concordia, como la de Bergson.
¿Dónde está la España milenaria, la del Cid, Cervantes y Juan de Austria, ante el derribo de la Cruz, escondida y acobardada frente a unos cuantos fanáticos, enfermos de odio? ¿Dónde los católicos españoles?
En tanto, pues no hay mal que dure cien años, parece sólo caber por ahora el testimonio viril, la resistencia de las víctimas de una época obscura, mezquina, cobarde, animalizada, que encara el eclipse de Dios como señalara Martin Buber.
«Esperar contra toda esperanza», y aun suponiendo sin conceder, que nos deparara la nada, pensar trágicamente como Unamuno: que ello sería una injusticia. La historia y la política no son por fortuna el núcleo de lo humano, son como dice Rilke, la periferia de una esencia íntima, alegre, sencilla, serena, interior de cada persona, donde habita el espíritu en búsqueda obstinada de eternidad. Solamente una obra de arte puede expresar ese interior luminoso. José Antonio y su conducta fueron, son y serán en el porvenir, obras de arte. José Antonio, presente junto a los compañeros.


El autor: JOSÉ MAURO GONZÁLEZ-LUNA MENDOZA ha sido diputado federal mejicano entre 1994-1997 por el PRD. Profesor de la Universidad de Harvard entre 1984 y 1992 y luego en la Universidad Panamericana). El texto es parte de su Conferencia en el Club de los Macabeos en la ciudad de México en julio de 2017. En España ha sido publicado por la revista Cuadernos de Encuentro.