domingo, 16 de septiembre de 2018

EL AUSENTE (José María García de Tuñón *)

Hace unos días leía algo que me llamó la atención. Era la palabra de un comentario a un artículo dedicado a la Hispanidad, cuya conmemoración se celebrará el próximo mes, fecha en que España, 12 de octubre, descubrió aquellas tierras que después tomarían el nombre de América. El comentario estaba firmado por Guiverno Hispánico y la palabra a la que me refiero no es otra que el Ausente. El autor del comentario recoge también estas palabras de José Antonio; «Nosotros, la Falange Española quiere dos cosas: Primero, una justicia social, que no se conceda regateo; una justicia social que alcance a todos, puesto que para nosotros no hay clases, ya que hasta la misma aspiración de los obreros no es aspiración de ellos únicamente, sino aspiración de España…». Es cierto que cualquiera que haya leído alguna biografía sobre el fundador de Falange se encuentra con que en ocasiones se refieren a él llamándolo así. Felipe Ximénez de Sandoval, por ejemplo, titula El Ausente a un capítulo que publica en su Biografía apasionada, donde, entre otras cosas, dice que silenciaban toda referencia a la tragedia de Alicante y que a él los primeros en asegurarle la inexactitud de la muerte del Jefe fueron dos camaradas llegados de Alicante: «uno el Jefe de Milicias de aquella ciudad, Felipe Vergel, y el otro, el ingeniero del puerto de Alicante Román Arango». Sin embargo estas palabras del biógrafo chocan a lo publicado por dos periódicos de aquella localidad: Un de ellos El Luchador que en su primera página de la edición del 18 de noviembre de 1936, y después de titular a siete columnas «¡Viva la República!», subtitula a cinco columnas: «En la Prisión provincial. El tribunal popular dio fin en la madrugada de hoy, a la vista de la causa seguida contra los hermanos Primo de Rivera. A José Antonio se le ha condenado a pena de muerte…».



El otro diario de Alicante, cuya cabecera respondía al nombre de El Día, publicaba, también el día 18, en primera página, el siguiente titular: «José Antonio Primo de Rivera condenado a muerte». Le dedicaba además un amplio comentario, en el que también escribe a sus lectores: «Los periodistas se acercaron al defensor de sí mismo y de sus hermanos. Eran periodistas de izquierdas y dialogaron brevemente del curso de los debates y de política. Ya habrán visto –dijo José Antonio– que no nos separan abismos ideológicos. Si los hombres nos conociéramos y nos habláramos, esos abismos que creemos ver, apreciaríamos que no son más que pequeños valles».
Pero lo que más llama la atención es que ninguno de los dos rotativos da en los días sucesivos, la noticia del asesinato de José Antonio. Sin embargo sí dan el día 21 la de la muerte, jamás aclarada, del anarquista Buenaventura Durruti, ocurrida en Madrid el día anterior. De todas las maneras, tampoco tiene razón Ximénez de Sandoval cuando escribe: «…todos buscábamos nerviosamente en las emisoras rojas –escuchadas en la clandestinidad– o en la prensa del Portugal hermano la confirmación tremenda o el desmentido categórico. Los rojos –como queriendo emplear con nosotros la guerra de nervios– no hablaban del asunto». Pues bien, vuelve a equivocarse el biógrafo apasionado de José Antonio porque el periódico de Madrid, Milicia Popular, diario del 5º Regimiento de milicias populares, da la noticia del fusilamiento del fundador de Falange y la publica en tercera página el 22 de noviembre de 1936, al lado de una fotografía que recoge una escena del Frente. La información la titulan: «Justicia Popular. Primo de Rivera fusilado». A continuación, escriben ese breve texto donde confirman que la sentencia fue ejecutada. Así, pues, estamos viendo que la tragedia que representó para muchos españoles el asesinato de José Antonio se publicó y muy posiblemente fuera dado por alguna emisora en manos de los rojos. Lo que es muy difícil saber es cuántos periódicos la publicaron, pero para muestra vale la que reproducimos del diario del 5º Regimiento.


(Patio -hoy demolido- de la cárcel de Alicante donde fue fusilado José Antonio)


También el socialista Indalecio Prieto, en unas páginas que dedica a José Antonio en el tomo I de sus Convulsiones de España, se refiere al fundador de Falange en una carta que escribe a un amigo suyo, donde le relata que un hermano del ministro de Justicia, Manuel Irujo, preso en Pamplona, lo excarcelaron para que fuera a entrevistarse con él y le preguntara si habían fusilado a Primo de Rivera. «Esto, según mi visitante –dice Prieto–, era convicción finísima entre los falangistas y precisamente por ello daban en llamar El Ausente a José Antonio. Mas querían corroboración oficial de mi parte, dispuestos a mantenerla en secreto. Yo desengañé al emisario, diciéndole que en el fusilamiento no hubo simulación y que la sentencia se había cumplido».
Vemos, pues, que los recuerdos históricos son parciales o partidistas y que por lo tanto no existe una memoria histórica común porque cada uno cuenta la suya. La memoria histórica es un concepto falso y confuso porque relacionar una cosa con la otra es algo inaceptable. Ningún individuo que no haya vivido aquellos años puede reivindicar la memoria histórica. Muchos que exigen esa memoria solo conocen la historia por los libros que leyeron, o repiten como papagayos lo que escucharon de otros, pero eso no es memoria histórica; aunque ahora en España parece que la única que existe es la que nos quieren imponer los partidos políticos en general y la izquierda en particular. Acogiéndose, pues, a su injustificable memoria histórica, han hecho, por ejemplo, desaparecer, del callejero, de algunas ciudades españolas, el nombre de División Azul, para sustituirlo por el de Brigadas Internacionales. ¡Qué país, Miquelarena, qué país!

(*) Historiador. Artículo publicado originalmente en el nº 91 de "Desde la Puerta del Sol"

martes, 4 de septiembre de 2018

OBISPOS ASESINADOS EN LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA (José María García de Tuñón)

Después de la publicación, en este medio, de mi artículo que llevaba por título Los restos de Franco serán exhumados, donde al mismo tiempo recogía una cita de un artículo del socialista Joaquín Leguina, que hacía referencia a los obispos asesinados durante nuestra guerra civil (daba la cifra de 12), tuve la llamada de un buen amigo quien me manifestó: «No fueron doce, fueron once. En algún libro lo he leído». Después de escucharle le contesté: «Ambos estáis equivocados, han sido trece y de todos daré a continuación los nombres y fecha en que fueron asesinados».
Pero antes, permítanme los lectores diga que están en lo cierto quienes ven en nuestra guerra civil el final, eso quiero creer, de un largo proceso histórico, de signo explosivo, iniciado, aproximadamente, en la segunda década del siglo XIX. Por esta razón, pues, las aguas de 1936, mejor diría 1934, vienen ya corriendo de lejanas cordilleras.
Comencemos explicando que nuestra Segunda República es desconcertante. De nada sirve que en unas elecciones municipales en las que la Monarquía obtiene un número de concejales cuatro veces mayor que el de los republicanos, el rey se ve obligado a abandonar España. Al poco tiempo viene la quema de iglesias y conventos, casi un centenar. Los incendios esporádicos no faltaron en todo el quinquenio, siendo, posiblemente, el que más ha llamado la atención a los historiadores, la voladura de la Cámara Santa de la catedral de Oviedo y el asesinato de 37 frailes y sacerdotes, en toda España, en el mes de octubre de 1934.



Pero ahora centrémonos en el asesinato de esos treces obispos asesinados en los años que duró nuestra Guerra Civil. La primera víctima de aquel odio y de aquella furiosa persecución, fue el obispo de Sigüenza, Eustaquio Nieto Martín asesinado el 27 de julio de 1936. Se sabe que su cadáver fue sometido a varias cremaciones vejatorias, sin que se permitiera dar sepultura a sus restos, siendo éstos arrojados al fondo de un barranco.
Después vino el asesinato del obispo de Lérida, Salvio Huix que no pudo escapar de la persecución que reinaba en aquella provincia dominada por el Frente Popular. Él era catalán, nacido en la parroquia de Santa Margarita de Vellors (Gerona). Pero a sus asesinos les daba lo mismo que fuera catalán o no. El odio por el clero, y por todos los que, por ejemplo, iban a misa, llevó a sus asesinos a fusilarlo el 5 de agosto, y con él, ese día, asesinaron a 21 seglares.
A cinco kilómetros de su capital diocesana, Cuenca, asesinaron a su obispo, Cruz Laplana Laguna, el 8 de agosto. Ese mismo día asesinaron también a su secretario y pariente Fernando Español. El obispo murió de sotana ya que a la hora en que fue prendido se negó a vestirse de paisano. Los dos fueron sepultados en una fosa común del cementerio de Cuenca, donde la víspera había sido depositado también el cadáver del sacerdote Manuel Fernández Vitoria.
El siguiente obispo asesinado fue Florentino Asensio Barroso, obispo de Barbastro, una localidad de escasa población que quedó literalmente diezmada de resultas tan solo de matanzas ajenas a la guerra. Fue el 9 de agosto cuando en el kilómetro 3 de la carretera de Sariñena, de la provincia de Huesca. En el mismo lugar, cuatro días más tarde, iban a ser asesinados 20 religiosos claretianos.
El día, 9 de agosto, un piquete de milicianos acabó con la vida de Miguel Serra Sucarrats, obispo de Segorbe. Con él fueron asesinados dos sacerdotes seculares, dos hermanos franciscanos y un religioso carmelita. Sus asesinos fueron ejecutados el 28 de junio de 1939. Uno de ellos declaró que el obispo cuando vio las armas que ya le apuntaban para disparar, les dijo: «Vosotros podréis matarme; pero no podréis impedir que yo os bendiga».
«Quien a Dios tiene nada le falta», rezaba el lema que hizo grabar en su escudo Manuel Basulto Jiménez, obispo de Jaén. La mañana del 19 de julio, elementos muy exaltados se lanzaron a la calle. Un grupo de ellos se dirigió al palacio episcopal y detuvieron al obispo. Lo llevaron a la catedral donde iban metiendo a los detenidos. Días después sería trasladado en el «tren de la muerte», camino de la cárcel de Alcalá de Henares. Antes de llegar a un lugar llamado Caseta del Tío Raimundo, detuvieron el tren e hicieron bajar a todos los prisioneros en tandas para ser ametrallados. Era el día 11 de agosto.
Serían las once de la noche del 21 de julio cuando unos agentes entraron en el palacio episcopal de Tarragona con la orden de conducir al cardenal Vidal i Barraquer y al obispo auxiliar, Manuel Borrás Ferré, al punto que ellos eligieran con tal que no fuese Tarragona. Después de una serie de vicisitudes que llevaron a tener que separarse, al obispo lo subieron a un camión, el 12 de agosto, con dirección a la localidad de Valls. Le hicieron bajarse poco después y un par de descargas de fusil terminaron con su vida.
Narciso de Estérraga Echevarría, obispo de Ciudad Real, no parecía correr ningún peligro, pero pronto empezaron a ponerse muy mal las cosas hasta el punto de que tuvo que refugiarse en la casa de unos de sus feligreses. Fue descubierto el 22 de agosto y junto con su capellán, Julio Melgar, acribillado en las cercanías de Peralvillo del Monte, a ocho kilómetros de Ciudad Real.
Manuel Medina Olmos y Diego Ventaja Milán, ambos, respectivamente, obispos de Gaudix y Almería, tuvieron destinos paralelos. Los dos fueron detenidos para, más tarde, junto con 40 sacerdotes, conducidos al barco prisión Astoy Mendi. No había pasado un día cuando los trasladan al acorazado Jaime I, donde reciben un trato vejatorio. El 29 de agosto los bajan del barco y los hacen subir a un camión junto con 6 sacerdotes y otros seglares. A todos los llevaron por la carretera que va de Motril y Málaga donde en un momento determinado los bajan del camión y acto seguido fueron asesinados. Allí los quemaron y enterrados sus restos en una fosa común. Eran, en total, 17.
A juzgar por la fecha, 4 de diciembre de 1936, en que sucedió el asesinato de Manuel Irureta Almandoz, obispo de Barcelona, es en cierto modo poco explicable dentro de una zona de persecución no suave en los excesos contra los sacerdotes y religiosos. Cuando varios milicianos lo encontraron en una casa de Pueblo Nuevo, barrio de Barcelona, y después de llevarlo por algunos comités, lo fusilaron junto con otras personas católicas que estaban en el piso con el obispo.
Por muchos motivos, el asesinato del agustino Anselmo Polanco Fontecha, obispo de Teruel, reviste algunas peculiaridades, la principal porque su fusilamiento fue el 7 de febrero de 1939, algo menos de dos meses de la victoria nacional. Cuando fue apresado sería encarcelado: primero Valencia y después Barcelona. Ante el avance de las tropas nacionales, los presos fueron trasladados hasta Pont de Molins, a 18 kilómetros de Francia, y en ese paraje silvestre, fusilados...
El último asesinado fue Juan de Dios Ponce Pozo que era administrador apostólico de Orihuela en sustitución de monseñor Irastorza, que enfermo y agotado, pidió de la Santa Sede dispensa de la residencia canónica y para suplirle en las funciones de gobierno se pensó en el citado Juan de Dios. Algunos historiadores no lo citan como obispo, pero lo era en funciones. Así lo reconoce quien mejor y más ha escrito sobre la persecución religiosa en España, el obispo Antonio Montero Moreno. El 30 de noviembre de 1936, Juan de Dios Ponce y Pozo junto con otros nueve sacerdotes, fueron asesinados junto a las tapias del cementerio de Elche.

(*) Artículo publicado en el nº 88 de "Desde la Puerta del Sol"

Nota: El artículo de Joaquín Leguina al que se refiere el autor del artículo puede consultarse aquí 
http://www.eleconomista.es/opinion-blogs/noticias/9219681/06/18/MEMORIA-HISTORICA.html