martes, 4 de septiembre de 2018

OBISPOS ASESINADOS EN LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA (José María García de Tuñón)

Después de la publicación, en este medio, de mi artículo que llevaba por título Los restos de Franco serán exhumados, donde al mismo tiempo recogía una cita de un artículo del socialista Joaquín Leguina, que hacía referencia a los obispos asesinados durante nuestra guerra civil (daba la cifra de 12), tuve la llamada de un buen amigo quien me manifestó: «No fueron doce, fueron once. En algún libro lo he leído». Después de escucharle le contesté: «Ambos estáis equivocados, han sido trece y de todos daré a continuación los nombres y fecha en que fueron asesinados».
Pero antes, permítanme los lectores diga que están en lo cierto quienes ven en nuestra guerra civil el final, eso quiero creer, de un largo proceso histórico, de signo explosivo, iniciado, aproximadamente, en la segunda década del siglo XIX. Por esta razón, pues, las aguas de 1936, mejor diría 1934, vienen ya corriendo de lejanas cordilleras.
Comencemos explicando que nuestra Segunda República es desconcertante. De nada sirve que en unas elecciones municipales en las que la Monarquía obtiene un número de concejales cuatro veces mayor que el de los republicanos, el rey se ve obligado a abandonar España. Al poco tiempo viene la quema de iglesias y conventos, casi un centenar. Los incendios esporádicos no faltaron en todo el quinquenio, siendo, posiblemente, el que más ha llamado la atención a los historiadores, la voladura de la Cámara Santa de la catedral de Oviedo y el asesinato de 37 frailes y sacerdotes, en toda España, en el mes de octubre de 1934.



Pero ahora centrémonos en el asesinato de esos treces obispos asesinados en los años que duró nuestra Guerra Civil. La primera víctima de aquel odio y de aquella furiosa persecución, fue el obispo de Sigüenza, Eustaquio Nieto Martín asesinado el 27 de julio de 1936. Se sabe que su cadáver fue sometido a varias cremaciones vejatorias, sin que se permitiera dar sepultura a sus restos, siendo éstos arrojados al fondo de un barranco.
Después vino el asesinato del obispo de Lérida, Salvio Huix que no pudo escapar de la persecución que reinaba en aquella provincia dominada por el Frente Popular. Él era catalán, nacido en la parroquia de Santa Margarita de Vellors (Gerona). Pero a sus asesinos les daba lo mismo que fuera catalán o no. El odio por el clero, y por todos los que, por ejemplo, iban a misa, llevó a sus asesinos a fusilarlo el 5 de agosto, y con él, ese día, asesinaron a 21 seglares.
A cinco kilómetros de su capital diocesana, Cuenca, asesinaron a su obispo, Cruz Laplana Laguna, el 8 de agosto. Ese mismo día asesinaron también a su secretario y pariente Fernando Español. El obispo murió de sotana ya que a la hora en que fue prendido se negó a vestirse de paisano. Los dos fueron sepultados en una fosa común del cementerio de Cuenca, donde la víspera había sido depositado también el cadáver del sacerdote Manuel Fernández Vitoria.
El siguiente obispo asesinado fue Florentino Asensio Barroso, obispo de Barbastro, una localidad de escasa población que quedó literalmente diezmada de resultas tan solo de matanzas ajenas a la guerra. Fue el 9 de agosto cuando en el kilómetro 3 de la carretera de Sariñena, de la provincia de Huesca. En el mismo lugar, cuatro días más tarde, iban a ser asesinados 20 religiosos claretianos.
El día, 9 de agosto, un piquete de milicianos acabó con la vida de Miguel Serra Sucarrats, obispo de Segorbe. Con él fueron asesinados dos sacerdotes seculares, dos hermanos franciscanos y un religioso carmelita. Sus asesinos fueron ejecutados el 28 de junio de 1939. Uno de ellos declaró que el obispo cuando vio las armas que ya le apuntaban para disparar, les dijo: «Vosotros podréis matarme; pero no podréis impedir que yo os bendiga».
«Quien a Dios tiene nada le falta», rezaba el lema que hizo grabar en su escudo Manuel Basulto Jiménez, obispo de Jaén. La mañana del 19 de julio, elementos muy exaltados se lanzaron a la calle. Un grupo de ellos se dirigió al palacio episcopal y detuvieron al obispo. Lo llevaron a la catedral donde iban metiendo a los detenidos. Días después sería trasladado en el «tren de la muerte», camino de la cárcel de Alcalá de Henares. Antes de llegar a un lugar llamado Caseta del Tío Raimundo, detuvieron el tren e hicieron bajar a todos los prisioneros en tandas para ser ametrallados. Era el día 11 de agosto.
Serían las once de la noche del 21 de julio cuando unos agentes entraron en el palacio episcopal de Tarragona con la orden de conducir al cardenal Vidal i Barraquer y al obispo auxiliar, Manuel Borrás Ferré, al punto que ellos eligieran con tal que no fuese Tarragona. Después de una serie de vicisitudes que llevaron a tener que separarse, al obispo lo subieron a un camión, el 12 de agosto, con dirección a la localidad de Valls. Le hicieron bajarse poco después y un par de descargas de fusil terminaron con su vida.
Narciso de Estérraga Echevarría, obispo de Ciudad Real, no parecía correr ningún peligro, pero pronto empezaron a ponerse muy mal las cosas hasta el punto de que tuvo que refugiarse en la casa de unos de sus feligreses. Fue descubierto el 22 de agosto y junto con su capellán, Julio Melgar, acribillado en las cercanías de Peralvillo del Monte, a ocho kilómetros de Ciudad Real.
Manuel Medina Olmos y Diego Ventaja Milán, ambos, respectivamente, obispos de Gaudix y Almería, tuvieron destinos paralelos. Los dos fueron detenidos para, más tarde, junto con 40 sacerdotes, conducidos al barco prisión Astoy Mendi. No había pasado un día cuando los trasladan al acorazado Jaime I, donde reciben un trato vejatorio. El 29 de agosto los bajan del barco y los hacen subir a un camión junto con 6 sacerdotes y otros seglares. A todos los llevaron por la carretera que va de Motril y Málaga donde en un momento determinado los bajan del camión y acto seguido fueron asesinados. Allí los quemaron y enterrados sus restos en una fosa común. Eran, en total, 17.
A juzgar por la fecha, 4 de diciembre de 1936, en que sucedió el asesinato de Manuel Irureta Almandoz, obispo de Barcelona, es en cierto modo poco explicable dentro de una zona de persecución no suave en los excesos contra los sacerdotes y religiosos. Cuando varios milicianos lo encontraron en una casa de Pueblo Nuevo, barrio de Barcelona, y después de llevarlo por algunos comités, lo fusilaron junto con otras personas católicas que estaban en el piso con el obispo.
Por muchos motivos, el asesinato del agustino Anselmo Polanco Fontecha, obispo de Teruel, reviste algunas peculiaridades, la principal porque su fusilamiento fue el 7 de febrero de 1939, algo menos de dos meses de la victoria nacional. Cuando fue apresado sería encarcelado: primero Valencia y después Barcelona. Ante el avance de las tropas nacionales, los presos fueron trasladados hasta Pont de Molins, a 18 kilómetros de Francia, y en ese paraje silvestre, fusilados...
El último asesinado fue Juan de Dios Ponce Pozo que era administrador apostólico de Orihuela en sustitución de monseñor Irastorza, que enfermo y agotado, pidió de la Santa Sede dispensa de la residencia canónica y para suplirle en las funciones de gobierno se pensó en el citado Juan de Dios. Algunos historiadores no lo citan como obispo, pero lo era en funciones. Así lo reconoce quien mejor y más ha escrito sobre la persecución religiosa en España, el obispo Antonio Montero Moreno. El 30 de noviembre de 1936, Juan de Dios Ponce y Pozo junto con otros nueve sacerdotes, fueron asesinados junto a las tapias del cementerio de Elche.

(*) Artículo publicado en el nº 88 de "Desde la Puerta del Sol"

Nota: El artículo de Joaquín Leguina al que se refiere el autor del artículo puede consultarse aquí 
http://www.eleconomista.es/opinion-blogs/noticias/9219681/06/18/MEMORIA-HISTORICA.html

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