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martes, 20 de noviembre de 2018

LAS RAZONES DE UNA PRESENCIA (Manuel Parra en Desde la Puerta del Sol)

Muchos se preguntan qué tendrá la figura de José Antonio Primo de Rivera para que, a los ochenta y dos años de su muerte, siga atrayendo la atención de los historiadores, de los novelistas, de los pensadores y, aun, la de los políticos, aunque sea para vituperar su recuerdo; sea como sea, existe una gran diferencia entre este interés por mantenerlo presente con el de otras personajes históricos de su momento, cuyas referencias son anecdóticas.



Hay respuestas para todos los gustos, y, como no me es dado interpretarlos, voy a dar mis razones personales y que espero, en poca o mucha medida, sean transferibles a algunos lectores. La primera es que ha adquirido la condición de clásico, y, como dijo Juan Ramón Jiménez, clásico, es decir, actual, es decir, moderno. Eso no quiere decir que, como a todos los clásicos, haya que traerlo a nuestros días, al modo como el maestro Azorín ejerce sobre los autores literarios.
Sin desmerecer los motivos de otros, muchos de los cuales comparto, me centraré en otras dos razones particulares: la primera la centro en la autenticidad, rasgo tan difícil de emular en estos aparatosos y esperpénticos momentos de la política, y la segunda en su significación metapolítica. Y todavía añadiré una tercera, más difícil de explicar, y que consiste en que la lectura de sus textos me provoca una facultad de adivinación. Vayamos por partes.
José Antonio fue un hombre consecuente, tanto en su comportamiento y actitudes como en la elaboración de sus planteamientos políticos. Sus tanteos, sus dudas, su ironía, son propias de una labor inte-lectual de búsqueda; esto hace que su pensamiento vaya tanto evolucionando como agregando, en feliz expresión de Francisco Torres García. Un pensador nunca da por finiquitadas y completadas sus teorías, pues cada día adquiere nuevos elementos que rectifiquen lo anterior, lo confirmen, lo refuten o, sencillamente, se sumen a intuiciones pretéritas; de ahí la cierta distancia con alguno de sus seguidores, que daban por definitivo lo que acaso no lo era. Si observamos al José Antonio desde los primeros años 30, el de la defensa paterna en el seno de la UMN, luego, al de la admiración por los logros de Mussolini, también al de la radicalización en lo social por influjo jonsista, hasta el de las conclusiones a las que llega en los últimos meses antes de su fusilamiento, podemos constatar que, sin desdecirse ni alterar sus ideas sobre lo esencial, madura consecuentemente. Es, pues, consecuente en lo intelectual, como también lo será ante la terrible circunstancia de una muerte anunciada en un joven de 33 años que tenía toda una prometedora vida por delante. La lectura de su testamento sigue siendo una muestra de elegancia ante la vida y ante la muerte.
En segundo lugar, cada día estoy más convencido de que existe una interpretación española del hombre y de la vida, que se ha ido pasmando y actualizando a lo largo de la historia por la acción de las minorías que han calado en la entraña de una parte sustantiva de la sociedad; esa actualización constante –con sus correspondientes retrocesos, revisiones y altibajos–, fue efectuada por los maestros más preclaros en cada circunstancia de España; cuando llegamos a la tercera generación del siglo XX, corresponde precisamente a José Antonio ejercer ese papel: convertir en acto todo un planteamiento potencial de la esenia de España y convertirla en doctrina política.
Y ahora llegamos a mi tercera razón, que no depende tanto de su figura, que quedó en el pasado, como de su influjo en los españoles de hoy; aquella tarea que llevó a cabo en tiempos más convulsos que los nuestros debe despertar en nosotros una tremenda dosis de adivinación: qué hubiera dicho de hallarse en nuestra circunstancia y no en la suya.
Evidentemente, es muy difícil el reto, y en él caben las posibles equivocaciones y las mayores discrepancias. Lo que de ningún modo es válido es aventurar sobre lo que pudo haber sido y no fue, porque la historia siempre se escribe de una sola manera y no admite viajes al pasado, al modo de la ciencia-ficción.
Partiendo del fundamento de lo esencial de su pensamiento sobre el sentido espiritual y trascendente de la vida, sobre el hombre como persona, sobre la patria como medio para lograr la armonía entre el ser humano y su entorno, sobre la irrevocable empresa de unidad de las patrias con el pleno reconocimiento de la variedad, sobre la valoración del trabajo como aportación humana y del capital y la técnica como aportaciones instrumentales, sobre la necesidad de autentificar la participación del ciudadano en su res pública…, se nos abre todo un mundo de posibilidades que debemos inventar para el mundo de hoy.
No se trata, pues, de rebuscar en sus textos recetas más o menos acomodables, y ahí estriba la dificultad, sino de estilo a la hora de emplearse a la tarea, pues lo que permanece es precisamente esa manera de ser joseantoniana, que se manifiesta en algunos de nosotros, de manera consciente o inconsciente en cada hecho y en cada palabra.
Un estilo o modo de ser que no admite normas escritas o dictadas, sino una Norma moral que –digámoslo poéticamente– viene quizás marcada por esa línea más corta entre dos puntos que es la que pasa por las estrellas.

sábado, 13 de octubre de 2018

LA HISPANIDAD VISTA DESDE CATALUÑA (Manuel Parra en "Desde la Puerta del Sol")


(Manuel Parra)


Los catalanes que, en esta época de turbulencias, nos afirmamos en nuestra españolidad nos sentimos ajenos a cualquier suerte de nacionalismo, tanto del llamado fraccionario, como del pretendidamente unitario, y esto es así porque entendemos que el valor del patriotismo español casa mal con las interpretaciones estrechas, casi vegetales por su adhesión a un terruño, que solo saben ponderar la belleza o la bondad de un territorio frente al del vecino, recrearse en el pasado sin intentar emularlo en el presente y, en definitiva, de mirar con los únicos ojos del corazón aquello que precisa el concurso de la razón para encarnarse en Idea.

España, mucho antes de llamarse nación en el estricto sentido político que le dieron las constituciones liberales, era ya un Concepto y una Idea; las desavenencias interiores –aún no llamadas nacionalismos– no lograban ocultar su importancia como tarea común acrisolada por la historia y por la convivencia; así, quien fuera sevillano de nación, o leonés, o navarro, o catalán… no dejaba de percibir que existía un plus ultra, un más allá que trascendía de espacios y de fronteras. Y eso caracterizaba su razón de ser: nunca el concepto y la idea de España se podían resumir en cerrazones nacionalistas.

Muy poco después de que España se empeñara en ser voluntariamente Europa en el transcurso de ocho siglos de lucha contra la tentación de ser africana y oriental, vislumbraba que existía ese más allá que ni los finesterres ni las tenebrosas leyendas lograban ocultar, y, de este modo, descubrió que existía un Nuevo Mundo, donde se prolongó esa españolidad en carácter, creencias, instituciones, lengua y estilo de vida, creando, biológica y anímicamente, la hermosa realidad del Mestizaje.


(Manifestación 12 octubre 2018 en Barcelona)


Así, la españolidad adopto desde entonces el sonoro nombre de Hispanidad, casi al modo de un sinónimo; pero, como, con nuestro carácter, creencias, instituciones y estilo de vida, también trasplantamos allende el Océano nuestros defectos, llevamos allí el germen de las discordias intestinas, el del León de Babel, en expresión afortunada del catalán Eugenio d´Ors: virtudes y vicios hechos mestizos y universales. En su momento, ese defecto adquirió, aquí y allá, la definición concreta de nacionalismo. Y lo seguimos sufriendo en la actualidad en ambas orillas hispánicas.

Sigamos con Eugenio d´Ors: «La Hispanidad es una constante de España, aun antes de que se descubrieran nuevos territorios, porque la entidad de España no puede concebirse si no se la ve potenciada por un sentido dinámico y personal». Y las supuestas élites gobernantes de aquí y de allá no supieron entender ese sentido, encerrados en la estática de sus fronteras e incapaces de dotarse de valiosas empresas comunes.

La obtusa negación de esa empresa, que consistía en volcarse a los horizontes con el leit motiv de una ley de amor, cristalizó en neblinosas motivaciones que invocaban lo étnico, lo económico, lo lingüístico, lo cultural. De este modo, fueron naciendo los separatismos peninsulares, los pruritos de las nacionalidades americanas y los indigenismos. Todos ellos se basan en idénticos mitos, parecidos agravios y los mismos desencuentros babélicos; y los seguimos sufriendo como estorbos indeseables a la constante española de la Hispanidad.

«Con ningún nacionalismo es compatible el servicio auténtico de la Hispanidad», seguía diciendo Ors; y añadía: «Diré que, si esta no hubiera nacido en América, hubiera nacido en Cataluña, en perpetua contradicción con todo nacionalismo y con el separatismo de cualquier pelaje».


(Manifestación 12 octubre 2018 en Barcelona)


Actualmente, España –y casi toda Europa y casi toda América– está sacudida por apegos identitarios o supremacistas a la Pequeña Aldea y, a la vez, por la voracidad de la Aldea Global; esto pertenece al terreno de los hechos constatables y nos puede sumir en el desánimo. Pero, a fuer de creyentes en la existencia sustantiva de las Ideas, quienes afirmamos en Cataluña nuestra españolidad estamos convencidos de que estas, no solo tienen más valor, sino mucho más recorrido en el futuro que la mostrenca realidad palpable y vigente.

Quizás, en España, está llegando el momento de invertir la dirección de los viajes, y aquel trasplante de carácter, de creencias, de instituciones y de estilo venga ahora del más allá americano al más acá español; quizás se acerque la hora jubilosa de un Segundo Mestizaje, que es consecuente con una Segunda Evangelización en lo religioso, y nosotros, carcomidos por los mismos romanticismos, liberalismos y nacionalismos que denunciaba Eugenio d´Ors, veamos reanimar la constante de la Hispanidad, a través de los descendientes de quienes fueron, hace siglos, los fautores del Primer Mestizaje y de la Primera Evangelización en tierras americanas.

lunes, 23 de julio de 2018

El porqué de un Arriba (Manuel Parra Celaya *)

Distingue al falangismo –entre otras muchas cosas de más calado– el uso del Arriba España como lema, frente al sencillo Viva, más tradicional. Durante el Régimen anterior, según nos cuenta García Serrano, aquel grito podía poner de los nervios a otras familias, no partidarias del proyecto revolucionario joseantoniano, a pesar de que fueron legión quienes se disfrazaron con la camisa azul y acababan sus fervorines patrióticos con él.


(Manuel Parra Celaya)


No hay ni que decir que, en el Régimen actual, el Arriba España es una exclamación subversiva, como lo es, casi, el propio nombre de España, para el que se proponen sucedáneos: así, los separatistas y constitucionalistas prefieren hablar del Estado español y el PSOE de Sánchez ostenta en sus ruedas de prensa un melifluo cartel con el slogan Hagamos un país mejor…
Anécdotas aparte y aparcadas las reflexiones sobre el triste momento del presente, cabe la pregunta: ¿De dónde sacó la Falange o, mejor, José Antonio el Arriba como sello distintivo?


(José Antonio Primo de Rivera)


El gran historiador asturiano y excelente amigo José Mª García de Tuñón, en su artículo publicado en Desde la Puerta del Sol, el martes 10 de julio, lo atribuye a su paisano Aureliano San Román; este, el 31 de enero de 1899, publicó en el Boletín del Comercio de Oviedo, un texto titulado, precisamente, Arriba España, en el que invitaba a aunar esfuerzos para alzar a la patria sobre el pavés para salvarse.
Sin el menor ánimo de polémica –Dios me libre con un amigo y maestro en la historia–, apunto que, en ese mismo año, Ricardo Macías Picavea da a la imprenta, en Madrid, su libro El problema nacional. Hechos. Causas. Remedios, donde, tras una crítica del caciquismo y de la falsa democracia de aquella I Restauración, ensalza la figura de Joaquín Costa, en línea de una resurrección nacional; en las páginas 422-423 de esa obra, se pueden leer las siguientes palabras:

Hay que volver cuanto antes y a todo trance a nuestro ser y modo propios, y ya se verá cuán pronto torna a surgir la savia abundante, sana y fecunda, reverdeciéndose donde quiera y floreciendo el árbol nacional, hoy desmochado y aterido. Los frutos vendrán enseguida. No hay fórmula, por otra parte, más depuradora de todo arbitrismo o ideológico o inadecuado, siempre estéril, en esta materia: marchar constantemente en la nación y con la nación. En los senos inviolables y en los inaccesibles rincones, en montañas, comarcas apartadas y escondidos valles superviven aún esos restos indígenas de patria, y en el alma profunda de todo el pueblo, allí donde moran los estratos subsíquicos de lo espiritual inconsciente, laten, asimismo, cual enterrados gérmenes, que solo esperan una burbuja de oxígeno, una gota de humedad y un rayo de sol para desentumecerse, reiniciar la gestación y surgir de nuevo a la superficie y a la vida, gritando: ¡sursum corda! ¡Arriba España!.

Ricardo Macías Picavea (Santoña 1847-Valladolid 1899), profesor, doctor y catedrático, era discípulo de Julián Sanz del Río y de Nicolás Salmerón; fue uno de los promotores de la reforma de la Instrucción Pública, adelantó las líneas para una reforma agraria y sostuvo, frente al liberalismo individualista, un modelo orgánico de la sociedad, que reafirmara el papel de los cuerpos intermedios (familia, municipio, provincia, región y corporaciones).
En todo caso, fuera el asturiano o el santanderino el inventor del grito Arriba España, es indudable que su patente es regeneracionista. Ello prueba mi tesis de que la inspiración de este movimiento intelectual y pragmático español de finales del XIX señala la genealogía de la Falange (ver mi ensayo Los Institucionistas de la Falange, en el libro Historia de la Academia Nacional de Mandos e Instructores José Antonio. Madrid 2014); allí sostengo que, frente al encasillamiento mostrenco del falangismo en la órbita del fascismo, deben buscarse sus orígenes ideológicos e impulsos históricos en el ansia de transformación radical y modernización de España que apuntaron los regeneracionistas, tendentes a conseguir una democracia real y llevar a cabo una revolución desde arriba.
No es extraño que tanto Tierno Galván como Salvador de Brocá consideren a Joaquín Costa precursor del falangismo, fuera vía Ortega, fuera mediante lectura directa por parte de José Antonio del aragonés o de Macías Picavea.


(Ricardo Macías Picavea)


Sea como sea, lo importante ahora es buscar –acaso con un candil, al modo de Diógenes– a aquellos hombres que estén dispuestos a una regeneración en el siglo XXI y cuyo leit motiv sea, no solo que España viva de forma mediocre y enferma, sino que se le eleve de su postración.

(*) Artículo publicado en el número 75 de Desde la Puerta del Sol.

jueves, 19 de noviembre de 2015

EJERCICIO ANTE UN 20 DE NOVIEMBRE (Manuel Parra Celaya *)

                Hace setenta y nueve años, en el patio de la prisión de Alicante, fue fusilado José Antonio Primo de Rivera, joven de treinta y tres años. ¡Cuántas cosas han pasado en España y en el mundo desde entonces! No obstante, su nombre sigue mencionándose –para bien o para mal- por parte de muchos españoles y, también, por otros más allá de lo que eran (y ya no lo son) nuestras fronteras.



                Pero el tiempo no transcurre en vano. Casi todos hemos asumido –de la mano de ese joseantoniano, anciano de cuerpo y adolescente de alma, que es Enrique de Aguinaga- que José Antonio, más que ideólogo, ha devenido en arquetipo humano por excelencia: la manera de ser, él mismo lo apuntó, define mejor al ser humano que la manera de pensar.
                Esto nos sirve en el ámbito de lo personal, si hemos asumido ese estilo que, en palabras de Spengler que él hace suyas, es la forma interna de una vida que, consciente o inconsciente, se realiza en cada hecho y en cada palabra. Pero, si pretendemos movernos en el ámbito de lo colectivo y, por qué no, de lo político, muchas veces no dejamos de sospechar y de reprocharnos cierta vocación de ucronía (esto es, algo fuera del tiempo) o de utopía (es decir, lo que nunca podrá ser en ningún lugar). Mas conviene afirmar que José Antonio no fue ni ucrónico ni utópico: lo primero, porque supo crear, con voluntad de adivinación, la concreción, en la hora exacta, de una manera de ser española con un lenguaje nuevo; lo segundo, porque, en el contexto europeo en que se movía, sí hubiera sido posible su proyecto revolucionario.



                No, José Antonio no cayó ni en la ucronía ni en la utopía, y la razón estriba en que buscaba, ante todo, una eutopía, que quiere decir un buen lugar para que todos los españoles, dotados, según él, de ricas cualidades entrañables, pudieran vivir con Patria, pan y justicia.
                Si nos limitáramos a repetir fórmulas joseantonianas como si, por sortilegio, tuvieran la capacidad de sobrepasar el curso del tiempo; si, empujados por la musa de la pereza o de un fetichismo histórico, nos limitáramos a desafiar a Cronos, flaco favor estaríamos haciendo, no ya a José Antonio –dichoso en el Paraíso- sino a la tarea que se impuso y por la que murió de convertir España en ese buen lugar con vida digna para todos sus habitantes. Y esta tarea, a poco que lo razonemos, no deja de ser revolucionaria en modo alguno.





                Habrá que distinguir, al modo orteguiano, entre creencias e ideas; aquellas nos vienen dadas y conforman nuestra interpretación básica del mundo; estas las pensamos y rellenan las dudas que van dejando las creencias. Nuestro mundo de creencias, en lo metapolítico, lo compone en buena medida lo esencial de José Antonio; las ideas, en lo político, corresponden a nuestra responsabilidad, en el marco de nuestra elaboración actual, enmarcada en una circunstancia que, ni de lejos, fue la suya.
                El objetivo para los joseantonianos es, por lo tanto, la búsqueda de la eutopía, no la esterilidad de la ucronía ni el sueño plácido de la utopía. Y debemos buscarla, y debatirla, junto con otros muchos españoles que, acaso por su edad, quizás por prejuicios y muchas veces por culpa nuestra desconocen a José Antonio.
                Si así lo hiciéramos, sería un buen homenaje a su memoria en este 20 de noviembre de 2015, a los setenta y nueve años de su muerte en plena juventud.

(*) Publicado originalmente en La Gaceta de la Fundación José Antonio del 20 de Noviembre de 2015

viernes, 13 de junio de 2014

¿Conciencia republicana? Manuel Parra Celaya en diarioya.es



(Manuel Parra es Dr en Pedagogía y profesor)


A los pocos minutos del anuncio televisivo de la abdicación del Rey, ya estaban corriendo por las redes sociales declaraciones de ferviente republicanismo, precursoras y convocantes de las concentraciones, al atardecer, reivindicando, las más moderadas, un referéndum sobre la forma que había de adoptar la jefatura del Estado y, la mayoría, proponiendo una nueva República.¿Una nueva República? En modo alguno. Las banderas tricolores, con la franja morada inferior (producto de una confusión por la decoloración histórica de la bandera castellana “comunera”) decían bien a las claras que se trataba de una “operación retorno”, de “reinventar” la II República española.
La palabra “república” encierra varios significados. El primero y principal -que es el que asumo sin titubeos- viene dado por la etimología latina de “res pública”, como sinónimo de las formas más egregias de civismo; es el “republicanismo” como ideología social, que se está difundiendo por las naciones occidentales abiertas al pensamiento; equivale a sentirse miembro activo de una comunidad nacional y participar en su estructura orgánica a todos los niveles; se oponen a este republicanismo la picaresca, la demagogia, la no aceptación del “otro”, la sustitución del diálogo fructífero y comprensivo por el anatema del adversario. Según esta teoría, pueden existir “monarquías republicanas” y repúblicas que no lo son en absoluto, al modo bananero, que me temo es lo que reivindicaban la mayoría de los enarboladores de la bandera tricolor de marras.
Si acudimos al significado histórico, nos encontramos con dos decepcionantes experiencias españolas. La primera -que, por cierto, no cambió la bandera rojigualda duró menos de un año (de 11 de febrero de 1873 a 3 de enero de 1874); tuvo cuatro gobiernos y cuatro presidentes en este breve lapsus de tiempo; el segundo de ellos (don Estanislao Figueras) presentó su dimisión de una forma muy original: se ausentó de su despacho dejando una nota de su puño y letra que decía “ Estic fins al collons de tots nosaltres!” (no hace falta que traduzca del catalán para el lector); durante la etapa federal y cantonalista -antecedente histórico de las Autonomías-, Cartagena declaró la guerra al Imperio Alemán y bombardeó el cantón de Málaga, entre otras curiosidades. Por otra parte, la ahora reivindicada II República (que comenzó el 14 de abril de 1931 y despreció su propia legalidad -según historiadores solventes- a raíz del triunfo del Frente Popular en febrero de 1936) es la más conocida, pues no ha dejado de ser jaleada en las aulas desde antes de la Transición por profesores formados en la “deconstrucción” pedagógica. Tras dos golpes de Estado (uno monárquico el 10 de agosto de 1932 y otro socialista-separatista el 6 de octubre de 1934) desembocó en la guerra civil del 36 al 39, en la que la mitad de España se obstinó en eliminar a la otra mitad. Esto debe figurar en el debe de aquel Régimen, junto a la política sectaria, que fue la causante de la imposibilidad de convivir. En el haber, no pueden dejarse de loar los intentos (no pasaron de tales) de una necesaria Reforma Agraria y una no menos necesaria política educativa.
En cuanto a la etapa del Frente Popular -que es, al parecer, la más reivindicada- no me resigno a copiar el resumen del informe del Sr. Gil Robles ante las Cortes republicanas el 11 de junio de 1936, que abarcaba desde el día 16 de febrero hasta esa fecha, y perdonen el recuerdo: 160 iglesias totalmente destruidas, 251 asaltos a templos, con diversos destrozos e incendios sofocados; 269 muertos; 1287 heridos, 215 agresiones personales; 138 atracos consumados y 23 tentativas; 69 centros particulares y políticos destruidos, así como 312 asaltados; 113 huelgas generales; 228 huelgas parciales; 10 periódicos totalmente destruidos y 33 asaltos a periódicos; 146 bombas explotadas y 78 que no llegaron a explosionar…
Para resumir, no creo que en la España de hoy exista una verdadera “conciencia republicana”, ni en el sentido etimológico ni en el político de innovación. A los españoles les preocupan más cosas como llegar a fin de mes, encontrar trabajo o conseguir un crédito. Tampoco creo que exista una “conciencia monárquica”; el futuro Felipe VI tendrá que ganárselo a pulso…Consecuentemente, a mí me preocupa más España y su amenazada unidad que la forma que adopte hoy la jefatura del Estado.
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domingo, 14 de julio de 2013

Generalizaciones odiosas (Manuel Parra en diarioya.es)


(Manuel Parra)

Tengo para mí, y me imagino que para cualquier hijo de vecino, que uno de los placeres  de las vacaciones consiste, junto a la posibilidad de conocer lugares, en comunicarse con las personas. Dicho de otro modo: conocer, no solo el paisaje, sino el paisanaje. Antes de que el crítico lector me acuse de obviedad, me apresuro a aclarar que me refiero a establecer una verdadera comunicación humana –sin soporte tecnológico alguno- con el jubilado con quien hemos coincidido en el café semi desierto, con el excursionista con quien compartimos itinerario, con el compañero de asiento de un coche de línea, con el labriego a cuya cerca nos arrimamos en un breve descanso de la andadura… Es decir, con personas a quien nunca habíamos visto  y a quienes es difícil que volvamos a ver.
 La cruz de esta forma de sociabilidad veraniega estriba en que, una vez roto el hielo con los cuatro tópicos de costumbre, el desconocido contertulio de ocasión te pregunta por tu origen y procedencia, y, a renglón seguido, suele espetarte: “¿Qué está pasando en Cataluña?” o, de forma más bronca, “¿Qué quieren ustedes los catalanes?”. El diálogo toma entonces para mí un tono repetitivo: en primer lugar, distinguir Cataluña de sus políticos, propagandistas y vendedores de humo habituales, y, en segundo lugar, afirmar con rotundidad que hay catalanes y catalanes, es decir, que hay quienes compran humo y serían capaces de adquirir duros a cuatro pesetas y quienes no solo no tragamos, sino que nos situamos en abierta beligerancia con esa imagen que nos venden los medios de difusión de más allá y más acá del Ebro.


 Los catalanes normales –suelo decir- viven y sienten, más o menos, como los habitantes  de Almendralejo, Villanueva de Gállego o Jaén, por ejemplo: van a su trabajo (si lo tienen), se preocupan por su familia, ríen, se enfadan, aman o van al gimnasio, si tienen unos kilos de más; a veces, no puedo menos que repetir aquella admirable cita de José Antonio Primo de Rivera: “Cataluña es un pueblo esencialmente sentimental, un pueblo que no entienden ni poco ni mucho los que le atribuyen codicias y miras prácticas en todas sus actitudes…”; por otra parte, añado, en nuestras calles y plazas aún no nos damos de bofetadas, como si se tratara de un territorio comanche, y ello a pesar del interés que ponen los políticos separatistas en ello; para que quede todavía más claro, añado que hay que tener la precaución de distinguir entre la gente de la calle y sus supuestos representantes y mentores, más o menos como en el resto de España.
 Esta absurda y odiosa generalización es común a separatistas y separadores. Ocasiona un proceso de retroalimentación, de apoyo mutuo, diríamos, que contribuye al nefasto particularismo que se ha adueñado del pueblo español. Ya forma parte del imaginario de tópicos sobre todas y cada una de las tierras de España, es fermento de animadversiones y odios y convierte en tabula rasa los preceptos de unidad y solidaridad. Equivale a la estupidez de afirmar que los andaluces no dan ni golpe o que los vascos se pasan el día tomando chiquitos  y cantando a voz en cuello aquello de desde Santurce a Bilbao
 Por otra parte, estamos ante una de las estrategias más caras al señor Mas y compañía: primero, identificar Cataluña con ellos; segundo, impregnar de victimismo cualquier relación con el resto de los españoles. “¿Veis como no nos quieren?” es una de las frases que suman puntos a diario a las listas de quienes estarían dispuestos a celebrar referéndums sobre supuestos derechos a decidir y a iniciar aventuras secesionistas dignas de la imaginación del Huxley de “Un mundo feliz”.



 Por el contrario, yo me atrevería a pedir al resto de españoles, además de no caer en la trampa de las generalizaciones, que tomaran conciencia real del grave momento por el que está pasando la convivencia española, debido en gran parte a la derivación del sistema autonómico. Porque el problema de Cataluña es, en realidad, el problema de todos, el problema de Castilla, de Galicia, de Navarra, de Canarias, de Ceuta… Es el constante problema de España, que parece condenada por la historia a ser un “perpetuo borrador” de sí misma, sin encontrar el modo de vertebrar su convivencia histórica para poder hacer frente a las dificultades coyunturales con que se enfrentan otras naciones europeas quizás más serias que nosotros.
 Ya lo saben mis futuros contertulios de este verano: se encontrarán con un simpático catalán, que no se considera extraño en lugar alguno de España (y espero que de Europa) a donde le lleven sus correrías vacacionales; y, además, que no desaprovechará ocasión para acometer una pedagogía de lo español, más o menos la misma que practica el resto del año en su querida tierra natal de Cataluña.

jueves, 24 de enero de 2013

Una determinada concepción de España (Manuel Parra en hispaniainfo.es)



No hace tanto tiempo en que las alabanzas al proceso de la Transición eran unánimes. Las loas comenzaban por su motor, esto es, la figura del Monarca, y seguían con un autobombo de todas las fuerzas políticas del abanico parlamentario. Se resaltaban y amplificaban convenientemente los fervorines provenientes de otros países, especialmente cuando alguien afirmaba que era un proceso para imitar. Últimamente, sin embargo, a lo máximo que se llega esa pedir que se rescate el espíritu de la transición. Rescatar equivale a recuperar algo que se ha perdido o que está prisionero.¿Se ha perdido o alguien lo ha encerrado en las prisiones de la historia?
    Aquel proceso, como todo lo humano, tuvo sus luces y sus sombras; en mi opinión, más de lo segundo que de lo primero. Basta hacer un poco de memoria: recordemos el azote del terrorismo, especialmente el separatista-marxista de la E.T.A. (los que agitaban el árbol  para que otros, más tarde, recogieran las nueces que estamos viviendo); no olvidemos, por supuesto, la actitud de doble juego de los nacionalistas demócratas, que, mientras apoyaban las instituciones y prestaban sus votos a los partidos constitucionalistas en minoría, iban arañando conquistas y abonando el terreno para  la siembra de la disgregación, de la que ahora están recogiendo una abundante cosecha. A todo esto, los sucesivos gobiernos españoles hacían mutis por el foro ante los evidentes desafueros autonómicos,  para no incomodar a sus aliados.
   ¿La Constitución? Algo que había que prometer por imperativo legal, nada más. ¿España? Desde aquel rotundo no existe como nación, pasando por la tontería de una nación de naciones, hasta el silenciamiento más absoluto de su propio nombre sustituido por el de Estado español, viniera o no a cuento. No creo que nadie  fuera tan ingenuo como para no comprender la jugada, como para también desconocer la constante labor en el campo de la Enseñanza inoculando el virus secesionista en tres generaciones de escolares; aquí tampoco el Estado ni estaba ni se le esperaba.
    Más tarde, saldrían las rotundas afirmaciones de la nueva izquierda, el P.S.O.E. de Zapatero, reclamando una segunda transición, porque la primera se consideraba agotada. Solo el P.P. seguía aferrado a las alabanzas retrospectivas a un proceso de transición modélico.
     Vamos a dar por supuesto –que es mucho suponer- que el paso de un régimen personal y autocrático a uno democrático  fuera llevada con rectitud de intenciones por parte de todos sus protagonistas, atendiendo a la convivencia entre los españoles y al restañamiento de las heridas de la guerra civil (de la que, por otra parte, casi nadie se acordaba ya). Lo que sí parece cierto es que ya estaba previsto por el propio Franco, como se puede comprobar, por ejemplo, leyendo el diario Arriba del 1 de abril de 1969 donde se recogen unas declaraciones del Jefe de Estado en el sentido de que “Le Ley Orgánica del Estado establece los cauces para la posible alteración de los Principios Fundamentales” (que, sarcásticamente, eran permanentes e inalterables); o recuperando las declaraciones que Franco hace al general Vernon A. Walters, enviado de un preocupado Nixon“El príncipe será Rey, porque no hay alternativa. España irá lejos en el camino que desean ustedes, los ingleses y los franceses: democracia, pornografía, droga y qué sé yo”.Todo ello se puede encontrar leyendo a ese maestro de periodistas que es Enrique de Aguinaga
     También, en las mandas de su testamento, se advierte la omisión que el Caudillo hace acerca del Movimiento Nacional. Da sonrojo repasar ahora aquellas soflamas de sus jerarcas hablando de la Monarquía del 18 de julio (¡), con las que  confundían deseos con realidades; la realidad era, acaso, que el propio Franco no confiaba en su propio régimen.
Leer artículo completo en http://www.hispaniainfo.es/web/2013/01/22/una-determinada-concepcion-de-espana/