No hace tanto tiempo en que las alabanzas al proceso de la Transición eran unánimes. Las loas comenzaban por su motor, esto es, la figura del Monarca, y seguían con un autobombo de todas las fuerzas políticas del abanico parlamentario. Se resaltaban y amplificaban convenientemente los fervorines provenientes de otros países, especialmente cuando alguien afirmaba que era un proceso para imitar. Últimamente, sin embargo, a lo máximo que se llega esa pedir que se rescate el espíritu de la transición. Rescatar equivale a recuperar algo que se ha perdido o que está prisionero.¿Se ha perdido o alguien lo ha encerrado en las prisiones de la historia?
Aquel proceso, como todo lo humano, tuvo sus luces y sus sombras; en mi opinión, más de lo segundo que de lo primero. Basta hacer un poco de memoria: recordemos el azote del terrorismo, especialmente el separatista-marxista de la E.T.A. (los que agitaban el árbol para que otros, más tarde, recogieran las nueces que estamos viviendo); no olvidemos, por supuesto, la actitud de doble juego de los nacionalistas demócratas, que, mientras apoyaban las instituciones y prestaban sus votos a los partidos constitucionalistas en minoría, iban arañando conquistas y abonando el terreno para la siembra de la disgregación, de la que ahora están recogiendo una abundante cosecha. A todo esto, los sucesivos gobiernos españoles hacían mutis por el foro ante los evidentes desafueros autonómicos, para no incomodar a sus aliados.
¿La Constitución? Algo que había que prometer por imperativo legal, nada más. ¿España? Desde aquel rotundo no existe como nación, pasando por la tontería de una nación de naciones, hasta el silenciamiento más absoluto de su propio nombre sustituido por el de Estado español, viniera o no a cuento. No creo que nadie fuera tan ingenuo como para no comprender la jugada, como para también desconocer la constante labor en el campo de la Enseñanza inoculando el virus secesionista en tres generaciones de escolares; aquí tampoco el Estado ni estaba ni se le esperaba.
Más tarde, saldrían las rotundas afirmaciones de la nueva izquierda, el P.S.O.E. de Zapatero, reclamando una segunda transición, porque la primera se consideraba agotada. Solo el P.P. seguía aferrado a las alabanzas retrospectivas a un proceso de transición modélico.
Vamos a dar por supuesto –que es mucho suponer- que el paso de un régimen personal y autocrático a uno democrático fuera llevada con rectitud de intenciones por parte de todos sus protagonistas, atendiendo a la convivencia entre los españoles y al restañamiento de las heridas de la guerra civil (de la que, por otra parte, casi nadie se acordaba ya). Lo que sí parece cierto es que ya estaba previsto por el propio Franco, como se puede comprobar, por ejemplo, leyendo el diario Arriba del 1 de abril de 1969 donde se recogen unas declaraciones del Jefe de Estado en el sentido de que “Le Ley Orgánica del Estado establece los cauces para la posible alteración de los Principios Fundamentales” (que, sarcásticamente, eran permanentes e inalterables); o recuperando las declaraciones que Franco hace al general Vernon A. Walters, enviado de un preocupado Nixon: “El príncipe será Rey, porque no hay alternativa. España irá lejos en el camino que desean ustedes, los ingleses y los franceses: democracia, pornografía, droga y qué sé yo”.Todo ello se puede encontrar leyendo a ese maestro de periodistas que es Enrique de Aguinaga.
También, en las mandas de su testamento, se advierte la omisión que el Caudillo hace acerca del Movimiento Nacional. Da sonrojo repasar ahora aquellas soflamas de sus jerarcas hablando de la Monarquía del 18 de julio (¡), con las que confundían deseos con realidades; la realidad era, acaso, que el propio Franco no confiaba en su propio régimen.
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