(Manuel Parra)
Los catalanes que, en esta época de turbulencias, nos afirmamos en nuestra españolidad nos sentimos ajenos a cualquier suerte de nacionalismo, tanto del llamado fraccionario, como del pretendidamente unitario, y esto es así porque entendemos que el valor del patriotismo español casa mal con las interpretaciones estrechas, casi vegetales por su adhesión a un terruño, que solo saben ponderar la belleza o la bondad de un territorio frente al del vecino, recrearse en el pasado sin intentar emularlo en el presente y, en definitiva, de mirar con los únicos ojos del corazón aquello que precisa el concurso de la razón para encarnarse en Idea.
España, mucho antes de llamarse nación en el estricto sentido político que le dieron las constituciones liberales, era ya un Concepto y una Idea; las desavenencias interiores –aún no llamadas nacionalismos– no lograban ocultar su importancia como tarea común acrisolada por la historia y por la convivencia; así, quien fuera sevillano de nación, o leonés, o navarro, o catalán… no dejaba de percibir que existía un plus ultra, un más allá que trascendía de espacios y de fronteras. Y eso caracterizaba su razón de ser: nunca el concepto y la idea de España se podían resumir en cerrazones nacionalistas.
Muy poco después de que España se empeñara en ser voluntariamente Europa en el transcurso de ocho siglos de lucha contra la tentación de ser africana y oriental, vislumbraba que existía ese más allá que ni los finesterres ni las tenebrosas leyendas lograban ocultar, y, de este modo, descubrió que existía un Nuevo Mundo, donde se prolongó esa españolidad en carácter, creencias, instituciones, lengua y estilo de vida, creando, biológica y anímicamente, la hermosa realidad del Mestizaje.
(Manifestación 12 octubre 2018 en Barcelona)
Así, la españolidad adopto desde entonces el sonoro nombre de Hispanidad, casi al modo de un sinónimo; pero, como, con nuestro carácter, creencias, instituciones y estilo de vida, también trasplantamos allende el Océano nuestros defectos, llevamos allí el germen de las discordias intestinas, el del León de Babel, en expresión afortunada del catalán Eugenio d´Ors: virtudes y vicios hechos mestizos y universales. En su momento, ese defecto adquirió, aquí y allá, la definición concreta de nacionalismo. Y lo seguimos sufriendo en la actualidad en ambas orillas hispánicas.
Sigamos con Eugenio d´Ors: «La Hispanidad es una constante de España, aun antes de que se descubrieran nuevos territorios, porque la entidad de España no puede concebirse si no se la ve potenciada por un sentido dinámico y personal». Y las supuestas élites gobernantes de aquí y de allá no supieron entender ese sentido, encerrados en la estática de sus fronteras e incapaces de dotarse de valiosas empresas comunes.
La obtusa negación de esa empresa, que consistía en volcarse a los horizontes con el leit motiv de una ley de amor, cristalizó en neblinosas motivaciones que invocaban lo étnico, lo económico, lo lingüístico, lo cultural. De este modo, fueron naciendo los separatismos peninsulares, los pruritos de las nacionalidades americanas y los indigenismos. Todos ellos se basan en idénticos mitos, parecidos agravios y los mismos desencuentros babélicos; y los seguimos sufriendo como estorbos indeseables a la constante española de la Hispanidad.
«Con ningún nacionalismo es compatible el servicio auténtico de la Hispanidad», seguía diciendo Ors; y añadía: «Diré que, si esta no hubiera nacido en América, hubiera nacido en Cataluña, en perpetua contradicción con todo nacionalismo y con el separatismo de cualquier pelaje».
(Manifestación 12 octubre 2018 en Barcelona)
Actualmente, España –y casi toda Europa y casi toda América– está sacudida por apegos identitarios o supremacistas a la Pequeña Aldea y, a la vez, por la voracidad de la Aldea Global; esto pertenece al terreno de los hechos constatables y nos puede sumir en el desánimo. Pero, a fuer de creyentes en la existencia sustantiva de las Ideas, quienes afirmamos en Cataluña nuestra españolidad estamos convencidos de que estas, no solo tienen más valor, sino mucho más recorrido en el futuro que la mostrenca realidad palpable y vigente.
Quizás, en España, está llegando el momento de invertir la dirección de los viajes, y aquel trasplante de carácter, de creencias, de instituciones y de estilo venga ahora del más allá americano al más acá español; quizás se acerque la hora jubilosa de un Segundo Mestizaje, que es consecuente con una Segunda Evangelización en lo religioso, y nosotros, carcomidos por los mismos romanticismos, liberalismos y nacionalismos que denunciaba Eugenio d´Ors, veamos reanimar la constante de la Hispanidad, a través de los descendientes de quienes fueron, hace siglos, los fautores del Primer Mestizaje y de la Primera Evangelización en tierras americanas.
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