sábado, 25 de enero de 2014

Elogio de la desigualdad (Manuel Parra en diarioya.es Enero2014)


Si de verdad queremos dignificar la democracia o, lo que es lo mismo, autentificarla, es preciso tener la osadía colectiva de establecer una frontera nítida entre igualdad  y equidad, en franco debate con lo políticamente correcto. El famoso lema de la Revolución Francesa libertad- igualdad -fraternidad ha quedado como un eslogan publicitario más, pero, a poco que se piense, encierra en su definición un verdadero oxímoron: el uso de la libertad implica acentuar la desigualdad natural de los seres humanos, con lo que es difícil que convivan fraternalmente quienes, en función de su derecho a ser iguales, protestan contra quienes se distinguen en algo.
 He hablado de desigualdad natural, que es un hecho, pero que no se opone a la igualdad esencial en dignidad, y ello sustentado por raíces de índole teológica, que, si se ignoran o rechazan, propician que los hombres solo se midan por su utilidad, al modo de las cosas, o, como diríamos siguiendo a Bauman, buscando clientes en lugar de personas. En eso coinciden los materialismos, sean de derechas o de izquierdas; de ahí también el viejo chiste: el capitalismo es la explotación del hombre por el hombre, y el comunismo, al revés. 
 Tampoco se opone a la igualdad ante la ley -esa que los nacionalistas están empeñados en  cargarse- , que es una conquista auténtica y positiva del liberalismo inicial, que luego echaron a perder las aplicaciones de otras partes de su teoría.
 Decía que, salvo la dignidad esencial y la igualdad ante la ley, los hombres somos irrepetibles, esto es, desiguales entre sí, en capacidades, en intereses, en belleza, en altura, en aplicación de la voluntad, en capacidad de esfuerzo y de sacrificio… Y, punto y aparte, por las desigualdades sociales abismales que creó, precisamente, esa teoría liberal en su vertiente económica. A este tipo de desigualdades es a las que debe hacer frente cualquier Estado que se precie de social y más ese Estado del Bienestar que inauguró lejanamente Bismarck, aplicó Franco en España y está dispuesto a cargarse, inmisericorde, el neoliberalismo vigente.
 Ahora bien, las medidas que debe aplicar el Estado del Bienestar no pueden traspasar dos líneas rojas: la de imponer un igualitarismo buenista, a base de pasar la cuchilla sobre todo lo que destaque, con lo que lograría lo que ha sido su mejor fruto en España: imponer la mediocridad y la vulgaridad, y anular el sentido de responsabilidad de los ciudadanos, convirtiéndolos en entes pasivos o, como decía Giner de los Ríos, en mendigos del Estado o de la vía pública. 
 Es decir, lo que debe hacer el Estado no es velar por la igualdad sino por la equidad, en el sentido que da el diccionario de la R.A., E. en su 5ª acepción: Disposición del ánimo que mueve a dar a cada uno lo que merece, que es casi idéntica a la definición de justicia que procede de Santo Tomás de Aquino.
 Todo lo anteriormente escrito me delate indefectiblemente como docente y profesor -ya no en activo desde hace cuatro meses pero persistente en vocación y ejercicio personal de la pedagogía-, que sigue viendo a sus compañeros sumidos en el desespero a que ha conducido la tergiversación interesada y dogmática, casi sectaria, de la psicología constructivista, de la práctica a la baja de la atención a la diversidad, del trabajo por competencias y otros tópicos de la pedagogía de despacho y laboratorio. Frente a todo ello, un educador consciente (Gregorio Luri: Por una educación republicana. Proteus. Barcelona 2013) sostiene que pervertimos la democracia si la transformamos en un régimen de asistencia emocional a ciudadanos pasivos.
 Y un autor, exiliado por cierto, Salvador de Madariaga, afirma en su Ideario para la constitución de la tercera república, que tituló en 1935 “Anarquía o Jerarquía, lo siguiente: La igualdad de resultados no puede obtenerse más que tratando desigualmente, y desde luego desfavorablemente, a los más inteligentes, a los más activos, a los más capaces, todo lo cual sería a la vez injusto y desastroso, y a los menos escrupulosos, lo que desde luego no se podría hacer sin perjuicio para la sociedad.
 Pues lo dicho: autentifiquemos la democracia sustituyendo la injusta igualdad por la justa equidad. Lo otro es pura demagogia, que ha venido a sustituir entre nosotros al sentido democrático verdadero.
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