Dos hechos orillan a hablar sobre España en
estos días de verano: el derribo en Vizcaya de una Cruz de piedra levantada en
la postguerra civil, y la pretensión de algunos de horadar tumbas en el Valle
de los Caídos. El desprecio de tradición e historia es característico de países
decrépitos dice Ortega y Gasset, de tiempos de cobardía, de naufragio de la
virilidad.
(José Mauro González-Luna)
José Vasconcelos dijo alguna vez que en última
instancia las Patrias se refugian en la conciencia del último hombre honrado
capaz de mantener en pie su protesta. También se podría decir, en la memoria de
quien heroicamente defiende y asume los valores específicos, eternos,
intangibles de su pueblo –dignidad humana, libertad e integridad–, sin los
cuales se desintegra y muere una nación.
José Antonio Primo de Rivera es en España ese
último hombre. Espíritu selecto, un caballero, personalidad de atalaya medida
por el grado de sufrimiento ante una España invertebrada y triste. Él ya
contaba con que la ingratitud, la injusticia, la incomprensión y el olvido «serían
su galardón, y los aceptó abnegadamente».
(José Antonio Primo de Rivera)
En realidad, los fanáticos de derechas y de
izquierdas, de hoy y de ayer, no comprendieron su programa porque era
profundamente cristiano, porque no lo quisieron conocer o porque sus mentes
eran y son de corto alcance. Lo calumniaron, lo difamaron ubicándolo en casilleros
falsos para desprestigiar su memoria, suerte común de grandes espíritus.
Hilaire Belloc dio en el blanco en diciendo que al
hombre de bien lo detesta el mundo: Madero, muerto, González Flores –mártir
cristero– muerto, Juana de Arco, muerta, María Estuardo, muerta, Tomás Moro,
muerto, José Antonio, muerto cara al sol.
Cuando fragua la vida en el preciso momento de la
muerte se conoce la altura humana. José Antonio en cuyo nombre está todo el
hombre, dio testimonio de serenidad y nobleza ante el piquete que le canceló la
vida, con palabras de bien, nunca jactanciosas, pues el morir joven es triste
aún para los héroes.
En los 27 puntos doctrinarios de FE (Falange
Española), número imperial elegido por relieves del Arco Benevento con la
visión política de Trajano, emperador español, trazó en un noviembre del ‘34,
junto con otros grandes, el programa político para la reconstrucción de la
riqueza y gloria de España. Consideraba repulsiva, por elemental sentido
histórico y cultural, toda conspiración contra la unidad por lo que los
separatismos eran un crimen imperdonable.
Concebía una Patria, un Estado nacional, fuerte,
con «sentido de catolicidad», de todos,
es decir, totalizador en la acepción joseantoniana de que en el mismo todos
cabían sin excepción, en el que individuos, clases y grupos participarían a
través del desempeño de las funciones de la familia, el municipio y el
sindicato, y donde se rendiría tributo, el más alto, a la dignidad humana y a
la libertad, en contraste con el concepto del totalitarismo excluyente de los
colectivismos neopaganos de izquierda y derecha que no les rendían tributo,
sino que al contrario, las aniquilaban con su lucha de clases fundada en el
odio y la supuesta pureza racial.
Su idea de representación era por tanto de índole
orgánica y cohesionadora, frente a la artificial, mecánica y desintegradora del
parlamentarismo liberal. En la suya, eran las familias, los campesinos, los
obreros, los profesionistas, los sindicatos, quienes encarnaban tal
representación, en tanto en la de signo liberal era asumida por los partidos
tras los cuales latían mezquinos intereses de facción.
Frente a la lucha de clases del materialismo
marxista y al egoísmo de la derecha capitalista, se levanta la convocatoria de
FE a una «cooperación animosa y fraterna». Quería José Antonio devolverle a la
Patria su grandeza, apelando a las virtudes heroicas y a la justicia social
para que España toda compartiera el pan con el pueblo entonces hambriento.
Los marxistas encasillaron a FE en el fascismo,
sin distingos ni matices de tiempo y circunstancia. Tal sistema era un ensayo
de curso corriente en la Europa posterior a la Gran Guerra. En los días de José
Antonio, ese «ismo» no tenía el carácter infamante que después adquirió. Pero
además en su momento, José Antonio dejó en claro el asunto al asentar: «mienten
quienes anuncian a los obreros una tiranía fascista». No podía serlo al
enarbolar la Falange los valores eternos e intangibles de la dignidad,
concordia y libertad humanas, del sentido nacional en contraste con el de la
internacional, y de catolicidad frente al del ateísmo.
El comunismo soviético, el nazismo alemán así como
el fascismo italiano, eran totalitarios en el específico sentido filosófico y
de praxis política: el de la subordinación absoluta de cada persona humana al
Estado entendido como substancia, como el todo, en franca derrota de la
dignidad humana. Tres sistemas políticos colectivistas tributarios del
materialismo con sus atroces consecuencias para la libertad. ¡Qué contraste con
los 27 puntos de Falange, henchidos de espíritu y fraternidad, rindiendo como
afirmara José Antonio, el máximo tributo a dicha dignidad!
Y sin embargo, en esa época de principios de los
años treinta del siglo pasado, no se anticipaba el desenlace siniestro de las políticas
instrumentadas posteriormente en Alemania, la URSS e Italia, a raíz de la
Segunda Guerra Mundial. Incluso el cardenismo en México emulaba en gran parte
el corporativismo del sistema del partido de la Italia de ese tiempo, y Stalin
hacía pactos con el gobierno nacionalsocialista que surgía democráticamente en
la Alemania del 33, antes de aliarse con el Occidente libre para ruina después
de ese mismo Occidente.
Fue la suya, la de José Antonio, obra original de
filosofía política con sus propias definiciones de los conceptos de su discurso
con aire de milicia, fruto de la síntesis de su genio: traducida su doctrina a
hechos concretos en defensa de España, primero a través de la crítica y del
grito de «presente» con que se saludaba a los caídos, y luego por necesidad,
mediante los puños y las pistolas y con la verdad eterna de su catolicismo
social. Había que arrancar del cuello español, la garra asesina del marxismo,
con Stalin a la cabeza cual Medusa, y con el Lenin español Largo Caballero al
lado, como peón de estribo del genocida.
El marxismo soviético tanto como el materialismo
racial alemán, fueron dos sistemas genocidas, con sus campos de concentración y
sus gulags, donde se asesinaron a millones de seres humanos, inocentes e
indefensos. Dos inmensos lodazales de sangre que anticiparon el infierno. Dos
formas de odio a la cultura judeo-cristiana y a sus valores.
La izquierda asesinaba impunemente, a carcajadas y
muchas veces por la espalda, a los jóvenes falangistas para luego ya caídos,
ultrajar sus cuerpos inertes orinándose en ellos, en obediencia ciega a los
amos soviéticos que se esforzaban por doblegar a España para tragársela e
incorporarla a su tiranía. Por ello, llegó el momento de la defensa legítima
contra tales crímenes, contra tales odios, contra tales insultos.
Por otro lado, repudiaba la Falange el sistema
capitalista que se desentiende de las necesidades del pueblo, deshumaniza la
propiedad privada y aglomera a los trabajadores en masas propicias a la
miseria. Censuraba a los partidos por fragmentar, por ir contra el sentido de
unidad. Concebía a España en lo económico como un gigantesco sindicato de
productores.
Cabe señalar que tampoco era monárquico, pues
consideraba que la grandeza de la Monarquía, la imperial, había concluido con Felipe
II, y la otra ya no respondía a los nuevos tiempos que exigían por la penuria
moral y material de España, el heroísmo de Falange Española, una «revolución de
lo eterno» que es lo contrario de la otra revolución, la de los neopaganos,
liberales o marxistas.
Su sentido espiritual y nacional, hizo que también
repudiara el marxismo que descarriaba a las clases laboriosas. Fue amigo de los
obreros, de los pobres, de los campesinos. Indalecio Prieto del Partido
Socialista, encomiaba en su tiempo la personalidad de José Antonio.
Unamuno quien conoció y escuchó la palabra de José
Antonio, dijo de él: «uno de los cerebros más privilegiados de Europa», a raíz
de su asesinato por los comunistas españoles en Alicante, el 20 de noviembre de
1936, en los albores de la guerra civil. Diego Abad de Santillana, anarquista: «patriotas
como él no son un peligro, ni siquiera en las filas enemigas».
Contemplaba, sentía y le dolía una España injusta,
pobre, escuálida. «Amamos a España porque no nos gusta» había dicho Unamuno. Su
plan agrario era más radical que el del Partido Comunista Español. Defendía la
tendencia a la nacionalización de los servicios del crédito para proteger de
los abusos del gran capital financiero a la propiedad privada como medio lícito
para cumplir fines individuales, familiares y sociales –propiedades comunales
frente a latifundios desperdiciados y minifundios antieconómicos–.
Brillaba él como estrella en medio de una
desoladora mediocridad política: no quería ver a partir del primer tercio del siglo
xx, una prolongación del xix, como de hecho sucedió a la postre
por su ausencia, por su muerte en la flor de la vida, a los 33 años. Atisbaba
una España nueva, alegre, y que sólo los genios configuran en una síntesis de
tradición y cambio. Estuvo siempre en búsqueda de la fórmula política idónea y
original, apropiándose de lo valioso de cada sistema y descartando lo falso de
cada uno.
Todos los grandes forjadores de la historia lo han
hecho: han buscado el ideal sin despreciar nada de lo que pudiera arrojar
alguna luz. Anacleto González Flores, líder intelectual y mártir cristero
asesinado en México por el callismo en 1926 al comienzo de la Guerra Cristera,
apelaba a lo mejor de Aristóteles con su ética de la práctica de las virtudes
como ejes de la vida humana plena, no obstante su ceguera ante la esclavitud y
el papel de la mujer, a lo noble de Nietzsche, en otros aspectos, el
anticristo.
José Antonio fue el mayor tribuno de Europa, sin
cuya muerte el terror no habría sobrevenido en aquella época convulsa, como lo
menciona Ortega y Gasset en su Tríptico. Y hablando de Ortega, José Antonio
tuvo fuerte influencia de él y su España
Invertebrada. También de Miguel de Unamuno y su Sentimiento Trágico de la Vida, tan español. Sentido heroico de
unidad nacional y de destino universal, como rocas sobre las que se hace
perdurar un pueblo.
Enemigo de la funesta ideología sensualista
desprendida de la realidad, del ginebrino Juan Jacobo, padre que despreció a
sus propios hijos y padre de la tiranía de las mayorías a las que debían
manipular unos pocos pícaros, lo de hoy y antaño; teórico de la democracia
liberal, cuya filosofía es dudar de todo, incluso de la conveniencia de su
existencia política misma, como alguien sabio dijo alguna vez no sin sarcasmo y
que equivale en la práctica, salvo excepciones insulares, a un nauseabundo
escamoteo de números.
Hoy el clamoreo de los mediocres y de los beatos
de toda índole, de los tenderos de izquierda y derecha, cae en el vacío porque
los grandes espíritus, los vivos y los muertos, son capaces de soportarlo todo,
a veces en silencio, como Cristo ante el gran Inquisidor.
Son esos mediocres cortos de vista y filisteos,
los que siempre han pretendido destruir la difícil unidad lograda a lo largo de
los siglos por los que aman a España, desde Don Pelayo y el Cid pasando por
Isabel de Castilla y Fernando y la reconquista de Granada, hasta el César
Carlos V y Felipe II. Esa unidad es la que defendía José Antonio hasta el
martirio en Alicante. La unidad de historia y destino compartidos en la
diversidad genera grandezas; la desunión, decadencias.
España y mi patria mexicana, hija como tantas, del
mestizaje de españoles y de indígenas, hecho cultural objetivo cuyo
desconocimiento por los adversarios de la Fe Católica y su tradición cultural,
ha impedido la conciencia plena de identidad nacional, son irrevocables. España
no es de nadie en particular, menos podía serlo de los soviéticos de entonces,
de los envidiosos de la personalidad de José Antonio, única por su genio,
nobleza, generosidad y valentía.
Pertenece José Antonio a la legión de héroes que
han resistido y combatido a los enemigos del bien y la verdad; pertenece a las
víctimas de la historia encabezadas por el Nazareno de 33 años, y de las que
hablara encomiablemente el último Horkheimer, el anhelante de justicia.
A España la amamos porque nos enseñó el castellano
que entraña una filosofía de la vida y nos trajo la Fe católica, y porque a
diferencia del puritano de Inglaterra que arrojó a la mujer indígena en
reservaciones, despreciándola, el español la abrazó para fundar una nación –Paz
se equivoca en su Laberinto anticipado en varios de sus temas por el filósofo
Samuel Ramos– al desnaturalizar por influencia protestante, el sentido de tal
encuentro, encuentro creador de un pueblo nuevo que recuerda el rapto de las
Sabinas, fundador de Roma.
Hoy en plena época decrépita, de enanismo
político, ningún partido español parece representar siquiera mínimamente los
valores intangibles de la España anhelada para el porvenir por José Antonio. Muestra
ella síntomas del vértigo de los derrumbes, de las desbandadas, de las
ingratitudes al pretender horadar la tumba de José Antonio en el Valle de los
Caídos para descargar los restos en cualquier fosa, como lo hicieron los
fanáticos de la Francia del odio y del terror con la profanación de la tumba de
San Luis, el cruzado, hijo de Blanca de Castilla, el patrono de Francia con
Juana de Arco.
Y al igual que el resto de Europa, practica España
el vicio de darle la espalda al espíritu que le dio vida, a la cultura
cristiana que se dilató victoriosa a partir del siglo xi medieval, y que formó el Occidente civilizado y su forma
de vida, siempre en tensión, en trance de superación o aniquilamiento.
Tumbar Cruces y gritar la Internacional, trabajo y
aullido de tribu. Ojalá que pronto resurja en España el espíritu joseantoniano
adaptado a estos tiempos, que por ser materialistas, auguran paradójicamente
renacimientos morales, según Max Scheler en su Sociología del Saber. El porvenir español exigiría una moral abierta
a la concordia, como la de Bergson.
¿Dónde está la España milenaria, la del Cid,
Cervantes y Juan de Austria, ante el derribo de la Cruz, escondida y acobardada
frente a unos cuantos fanáticos, enfermos de odio? ¿Dónde los católicos
españoles?
En tanto, pues no hay mal que dure cien años,
parece sólo caber por ahora el testimonio viril, la resistencia de las víctimas
de una época obscura, mezquina, cobarde, animalizada, que encara el eclipse de
Dios como señalara Martin Buber.
«Esperar contra toda esperanza», y aun suponiendo
sin conceder, que nos deparara la nada, pensar trágicamente como Unamuno: que
ello sería una injusticia. La historia y la política no son por fortuna el
núcleo de lo humano, son como dice Rilke, la periferia de una esencia íntima,
alegre, sencilla, serena, interior de cada persona, donde habita el espíritu en
búsqueda obstinada de eternidad. Solamente una obra de arte puede expresar ese
interior luminoso. José Antonio y su conducta fueron, son y serán en el
porvenir, obras de arte. José Antonio, presente junto a los compañeros.
El autor: JOSÉ MAURO GONZÁLEZ-LUNA MENDOZA ha sido diputado federal mejicano entre 1994-1997 por el PRD. Profesor de la Universidad de Harvard entre 1984 y 1992 y luego en la Universidad Panamericana). El texto es parte de su Conferencia en el Club de los Macabeos en la ciudad de México en julio de 2017. En España ha sido publicado por la revista Cuadernos de Encuentro.